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Judson Brewer, el neurocientífico que no quiere que comas sin hambre: «La mezcla de sal, azúcar y grasa nos hace comer de más»

Vida saludable

Lucía Cancela La Voz de la Salud
Judson Brewer, experto de la Universidad de Brown.

El director de Investigación e Innovación del Mindfulness Center explica que los antojos no se deben frenar, sino entender para ver de dónde vienen

18 Jun 2024. Actualizado a las 18:26 h.

Judson Brewer, psiquiatra, neurocientífico y director de Investigación e Innovación del Mindfulness Center, ha conocido a muchos pacientes que viven su relación con la comida como un auténtico infierno. Para muchos, los pensamientos en patatas fritas ocupan todo su día, otros evitan el azúcar hasta que, a las siete de la tarde, no pueden más, abren una tableta de chocolate y no son capaces de parar de comerla. «Por muy variados que sean los detalles, tienen algo en común: se sienten mal consigo mismos», cuenta el profesor asociado de Ciencias Sociales y del Comportamiento en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Brown. Por ello, le resulta «doloroso» observar que la única solución que se les ha puesto encima de la mesa ha sido la de hacer una dieta. 

Con la investigación y la consulta, descubrió que muchos eran infelices porque se sentían responsables de haber originado el problema: «Eran presas de la vergüenza y la autorrecriminación», añade. Sin embargo, sostiene que toda la culpa la tiene el sistema que se ha construido: «A esa persona le ha fallado centrarse en los aspectos equivocados, como la voluntad, la medición o el autocontrol, en lugar de ocuparse de la verdadera raíz del problema: los hábitos inútiles». Ahora publica Comer sin hambre (Paidós, 2024), una explicación a la ansiedad por la comida. 

—Haga una foto fija de las distintas situaciones que puedan explicar la ansiedad por la comida. ¿Qué variables la desencadenan?

—Hay unas cuantas razones que llevan a la gente no solo a tener atracones de comida, sino a comer cuando no están hambrientos. Darse un atracón es un hábito que suele aparecer a raíz de emociones negativas como una manera que tiene la gente de lidiar con ellas. Esa es la razón más habitual. Las emociones relacionadas son muchas, desde que alguien esté frustrado, hasta que se sienta triste, solo o aburrido. Pero sí, las emociones negativas suelen estar detrás de los picoteos sin hambre o de los atracones. 

—¿Por qué piensa que la comida tiene tanto control sobre la gente?

—Creo que es porque, en primer lugar, es algo que necesitamos hacer —comer— para vivir, así que hay mecanismos cerebrales que hacen que entendamos que la comida es placentera y reconfortante, sobre todo algunos tipos. Pero además, solemos asociarla con experiencias positivas, como una celebración. Así que al final, todo se relaciona. Y si te paras a pensarlo, es muy fácil anclarnos a estos hábitos con raíz emocional, porque al final, las emociones van a estar presentes a lo largo de toda nuestra vida. 

—Algunos recurren a la comida como un premio. Este era el caso de Tracy, una de sus pacientes. ¿Con qué otros comportamientos se relaciona?

—Puede ser que alguien coma por aburrimiento, por frustración, por enfado, por soledad o simplemente como una manera de relajarse.

—En el libro describe una sensación de pozo sin fondo que muchos de sus pacientes sienten al comer. ¿En qué consiste?

—Sí. Imaginemos un fantasma hambriento, con una boca de un tamaño normal, que conduce a un largo y estrecho esófago que arroja comida a un estómago gigantesco. Y no importa lo rápido que coma o la cantidad ingerida, que el fantasma nunca se saciará. Esto es lo que sienten los pacientes y la comida. Pero también con otras cosas, por ejemplo, las redes sociales.

—¿Se suele encontrar con este fantasma en consulta?

—Sí, es una cosa muy común. Y muchos ni lo saben hasta que conocen la explicación y entonces dicen: «Eso es lo que me pasa a mí». Es muy habitual. 

—Dice que la alimentación emocional es lo contrario a cómo nuestro cuerpo y cerebro evolucionaron. ¿Por qué?

—Porque conduce a estrategias que van en contra de nuestra supervivencia. Es decir, si una persona gana mucho peso, por ejemplo, llega a no ser saludable para ella. Y eso es lo contrario a ayudarnos a tener una salud óptima. Es lo opuesto porque nuestros cuerpos han evolucionado para saber cuándo están hambrientos, pero también, cuándo están llenos. Esa es una estrategia de supervivencia muy bien diseñada y la alimentación emocional tira todo eso por la ventana. No sigue ninguna de esas señales con las que hemos evolucionado y para las cuales estamos preparados para usar. 

—¿Cómo funciona el comer emocional?, ¿qué sucede en el cerebro?

—Es un comportamiento aprendido. Hay tres elementos fundamentales para ello: un desencadenante, un comportamiento y un resultado. Este mecanismo nos ayudó, por ejemplo, a saber dónde estaba la comida. Imagina a nuestros ancestros que no tenían una nevera, ni un supermercado, y tenían que buscar alimentos cada día. Ver la comida era su desencadenante; comerla era el comportamiento y el resultado era que, desde un punto de vista neurocientífico, nuestro cerebro segrega dopamina, lo cual les recordaba que ese acto era importante. Este mecanismo, que se conoce como refuerzo positivo o negativo, es el mismo que tenemos en la actualidad y el que asocia el estado de ánimo con la comida. Por ejemplo, en nuestro contexto, el desencadenante puede ser sentirse mal; el comportamiento, el acto de comer; y el resultado, la distracción y que nos centremos en ese acto placentero. Esto nos hace sentir mejor que la emoción negativa y así aprendemos este comportamiento. Hay rutas cerebrales encargadas de este mecanismo de aprendizaje.

—¿Qué papel juegan la sal, la grasa y el crujido a la hora de darnos ganas de comer?

—Hay ciertas características de la comida que son muy satisfactorias. Una es el hecho de que sea crujiente, otra es el punto de felicidad en el que obtienes la mezcla de sal, azúcar y grasa, y otra el color. Todo eso puede incrementar la cantidad que consumimos. De hecho, son elementos que se estudian por parte de la ingeniería alimentaria y se optimizan para que nosotros comamos cuando no tenemos hambre. Si te fijas, algunas patatas fritas tienen una especie de ondas, de crestas. Eso es una textura diseñada para que se mezcle con la sal,  las grasas y los hidratos de carbono de rápida digestión, lo que complica mucho que una persona las deje de comer. 

—Si le damos un helado y un trozo de brócoli a un bebé, ¿qué es probable que pase?

—El helado tiene el equilibrio perfecto para obtener ese punto de felicidad entre azúcar, sal y grasa. Lo vemos en internet, cuando se le da ese primer trozo, y los ojos del niño se abren como platos e intenta tener más. Es como si su cerebro pensase que acaba de ganar la lotería de la comida, y quiere más. Sin embargo, con el brócoli no creo que pase esto. La corteza prefrontal compara el contenido calórico de ambos, ya que esto es igual a supervivencia, y elige el más calórico. 

—¿Por qué piensa que no funcionan las dietas?

—No están creadas para funcionar. Nuestros cerebros no están preparados para las dietas, de hecho, están creados para oponerse a ellas. Aquí lo que sucede es que, cuando reducimos el número de calorías ingeridas, nuestro cerebro lo entiende como una señal de hambruna, y se obliga a retener las calorías que recibe al máximo. Reduce el metabolismo (para gastar menos energía), lo que se traduce en que es más difícil perder peso. Otro aspecto de las dietas, y para mí es el factor más importante que explica por qué fallan, es que cuando intentamos utilizar la fuerza de voluntad para no comer una cosa se convierte en una batalla perdida. Nuestros cerebros no tienen una buena fuerza de voluntad. De hecho, para cambiar cualquier hábito, tienes que irte a los mecanismos de aprendizaje del cerebro basados en cómo de gratificante es una acción, en su recompensa. 

—Deme un ejemplo de cómo alguien podría reducir su obsesión por las patatas fritas. 

—Tuve una paciente que cada noche se comía una bolsa grande de patatas fritas. Lo había intentado todo para solucionarlo, pero no encontraba la manera. Así que, durante dos semanas, le pedí que prestase atención a lo que sentía a medida que las comía. Hice que contase cuántas patatas fritas necesitaba para sacarse el gusanillo. Cuando volvió, al cabo de los días, me contó que dos patatas fritas eran suficientes. Una vez que prestaba atención, se daba cuenta de que no quería más sal, que su cuerpo le decía que era demasiado. Esto se relaciona con este mecanismo de recompensa del cuerpo que te dice que hasta un punto está bien, pero una vez lo sobrepasas, es un problema. Algo así como comer dos onzas de chocolate y cinco tabletas. De hecho, cuando es demasiado tu cuerpo lo registra como algo no placentero. Así que al final, cuando aprendió a escuchar a su cuerpo, pudo reducir el consumo de patatas por ella misma. No lo consiguió forzándose, sino prestando atención. Hemos hecho estudios en los que hemos visto que solo se necesitan de 10 a 15 intentos para que una persona, que suele comer en exceso, reduzca a cero su mecanismo de recompensa.  

—En el libro explica que la fuerza de voluntad no existe, ¿qué problemas asociados encuentra con el hecho de pensar que sí lo hace?

—Se suele decir que lo que se resiste, persiste. Así que si intentamos alejar al antojo, solo se va a acercar más. Lo prohibido siempre es más tentador y, de hecho, hace que pensemos más en ello. Y, aún por encima, nos machacamos bastante cuando sentimos que hemos fallado pensando que no tenemos fuerza de voluntad. Creemos que hay algo que está mal en nosotros, eso nos hace sentir mal y, al final, nos conduce a comer. Así que la gente lo tira todo por la borda y piensa que nunca será capaz de cambiar sus hábitos. 

—¿Por qué escogió 21 días para el reto que propone para mejorar la relación con la comida y no 30, por ejemplo?

—Es una medio broma. Por internet circula una idea de que necesitas 21 días para cambiar un hábito. Se basa en un libro escrito en los sesenta, por un cirujano plástico, que hizo un comentario ofensivo sobre que a sus pacientes les llevaba tres semanas acostumbrarse a la nueva forma de sus narices operadas. Alguien, no se sabe donde, se lo llevó al terreno de los hábitos y, precisamente, por culpa de internet, muchos pensaron que tenía sentido y que era una buena idea. Desde entonces, es un mito que siempre permanece porque se ha hecho muy popular. No se basa en ciencia, pero es cuestión de repetición. 

—¿Le llegan muchos pacientes que beben de estos mitos?

—Sí, hay unos cuantos, pero los dos más grandes son la fuerza de voluntad y los 21 días para el cambio de hábitos. Todo el mundo me dice que, o bien, necesita más fuerza de voluntad, o bien que los hábitos se cambian en 21 días. 

—¿Cómo se diferencia un antojo del hambre real?

—En realidad, se solapan el uno al otro, porque el hambre te lleva a tener antojos. Sin embargo, hay ciertos aspectos de esta última que son específicos y no están presentes en los antojos. Cuando alguien está hambriento, tiene la sensación de que su estómago está vacío y siente que retumba. Eso no viene del aburrimiento o de la frustración. Y luego, por ejemplo, se solapan otras señales como la falta de concentración, que puede estar causada tanto por el hambre como por el aburrimiento o el enfado. 

—Dice que la comida light tiene una trampa y es que incrementa los antojos. ¿Cómo es posible?

—Sí, la comida light se popularizó hace bastante décadas, porque se pensó que comer comida baja en grasa era más saludable. Pero claro, resulta que si vas a producir comida baja en grasa tienes que sustituir este lípido por algo, así que en su lugar pusieron azúcares o hidratos de carbono, lo cuales se metabolizan más rápido y hace que consumamos una mayor que si solo tomásemos la versión original con las grasas naturalmente presentes. Este nutriente sacia, es decir, favorece la liberación de la señal que nos dice que hemos comido suficiente, mientras que el azúcar libera la señal totalmente contraria, la cual en nuestro cerebro se entiende de la siguiente forma: «Oye, este alimento es una gran fuente de calorías, de energía, come más, así tienes para luego». Este mecanismo es propio de nuestro cerebro más primitivo y entiende al alimento en concreto como una manera sencilla de conseguir calorías. 

—¿Se pueden frenar los antojos?

—No, porque no es cuestión de solucionarlos, sino de cambiar nuestra relación con ellos. Es decir, si luchamos contra un antojo, solo le dará más fuerza; si huimos, nos perseguirá. Pero si le prestamos atención y nos preguntamos de dónde viene y cómo se siente, nos daremos cuenta de que procede de sensaciones físicas y de que no es para tanto. No tenemos que hacer nada contra él, simplemente se irá por su cuenta. 


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