Apareció un día por sorpresa en el techo del baño, un agujero, justo encima de la bañera. Desapercibida, una fuga de agua, gota a gota, había ido horadándolo poco a poco hasta abrirse paso. Y allí estaba, insolente con los bordes colgando como echando la lengua, burlándose. En otro momento no hubiese supuesto mayor inconveniente. Pero justo ahora otro problema ocupaba a toda la familia: el padre, inmortal e invencible a sus ojos, de repente había enfermado.
Sin darse cuenta, cual gota en el techo, un cáncer había hecho su trabajo en la clandestinidad, conquistando terreno lentamente. Desapercibido, había ido consumiéndolo poco a poco hasta finalmente hacerse notar y declararle mofándose que la partida estaba terminada.
Esto es cosa de unos días, dijo el albañil, eliminar la fuga, secar, tapiar y pintar. Esto puede ser cuestión de días, quizás semanas, pero no meses, dijo el médico, ya no podemos hacer nada. Los cimientos de la familia se estaban resquebrajando y no había obra posible para evitar el derrumbe. Contra lo inevitable la madre e hijos levantaron un armazón de abrazos en torno al padre, apuntalándolo con besos y reforzándolo con mimos diarios. Luchando contra ese otro orificio que aumentaba día a día en sus entrañas, que cual agujero negro intentaba arrastrarlos a un vórtice de angustia y desaliento.
Y por un tiempo, el padre se mantuvo en pie, resistiendo con su humor y su tenacidad, contradiciendo al médico-albañil, burlándose de ese cáncer que había gritado victoria demasiado pronto.
Una vez tapiado el agujero del techo, no quedó rastro de su presencia anterior. Todo parecía como antes, mas todo había cambiado. El padre se había ido, dejando un hueco invisible pero dolorosamente presente. Ahora sólo les quedaba esperar a que el tiempo hiciera su lento trabajo en ese boquete abierto en el núcleo familiar, añadiendo paulatinamente capas de cemento armado de amor. Pero en su recuerdo conservarían sin sellar las grietas del corazón para permitir que la luz que de él siempre emanaba, continuase a hacerlo a través de ellas reconfortándolos eternamente.
María López. 49 años. Ferrol.