Hay dos grandísimos besos sobre los que hemos apuntalado nuestra cultura, el de Breznev a Honecker y el de Doisneau. Con el primero, los líderes comunistas celebraron la euforia de un sistema que en 1979 aún no sabía que se moría, a pesar de que las primeras células cancerígenas empezaban a circular de Moscú a Berlín extendiendo la metástasis de un sistema fallido. Aún faltaba un tiempo para que el muro fuera derribado, pero en ese ósculo arrugado habitaba ya la decadencia de quien empieza a oler a verdín. La carantoña marcial de los dos jerarcas exudaba el hipnotismo de un gesto inverosímil, un ademán que alteraba el ministerio severo de los protagonistas y que invitaba a imaginar que más abajo del beso quizás habitaban unos buenos ligueros de color fucsia.
En 1950, Life le encarga a Robert Doisneau que fotografíe la inspiración amorosa de París retratando besos urbanos robados a los viandantes. Una de esas estampas emprende un camino propio y se convierte en unos años en la representación del amor que embriaga y estremece, de ese impulso eléctrico que paraliza el mundo y sus sonidos mientras te comen la boca en la esquina de una hermosa ciudad que se hace eterna. La escena tiene la credibilidad de lo imprevisto y empatiza porque es cierta y de verdad, porque es la intimidad robada de esos amantes que todos hemos sido en los mejores instantes de nuestra vida. A finales de los ochenta, justo cuando el mundo empieza a hacerse cínico, descubrimos que Françoise y Jacques eran dos actores contratados por Doisneau para apurar el encargo y que su pasión era el entusiasmo de cartón piedra de quien finge un arrebato por el que le pagan unos chelines.
A veces los besos no son lo que parecen.