Hay buenas crianzas que se descubren cuando los niños que las disfrutaron son ya personas hechas y derechas. De esto que ves a alguien y piensas, esta mujer ha debido de tener unos padres espectaculares. Es la auténtica buena educación, un privilegio que, gracias al cosmos, no depende del parné, ni de los amigos de papi, ni de si tu cuna fue mecida frente al río Hudson o en el tramo sur del Barbantiño. Ni siquiera depende de si tu alma se encomienda a Bakunin o a Adam Smith. Es esa buena educación que funciona como la magia, un conjuro que facilita la conversación y la empatía y que permite a los niños crecer en su propia salsa, chup, chup, hasta dar con la mejor versión de sí mismos de todas las que se agolpan en su universo cuántico.
Pensé en sus padres otra vez tras conocer la última barbaridad de Susana Rodríguez Gacio, esta vez a orillas del Sena, con su inquietante vaivén de e-coli. En su biografía constan una madre profesora y un padre médico, los dos de Argomoso, una aldea minúscula de Mondoñedo en la que se ubican las covas do Rei Cintolo. Los dos criaron a una niña con una capacidad visual anecdótica y una singularidad genética que nadie usó contra ella. A los cuatro años se cruzó por vez primera con otra niña albina y anotó, flipando, «mira, mamá, esa niña tiene el pelo blanco». En el suyo ni había reparado. Touché. Como a los cachorros los educa la tribu, parece que algo aportó también el colegio Rosalía de Castro de Antía Cal, que plantó su deslumbrante proyecto pedagógico cuando este país era un erial emocional y existencial y cuya eminencia también alcanzó a Gacio. Y claro, su hermana, de la que Susana siempre habla, porque menuda suerte es tener una, y ya no te digo dos. Ahí estaban todos el lunes. Con esta Susana tan Bien Educada.