La dictadura portuguesa de Oliveira Salazar, que cumplió a finales de abril de 1953 sus bodas de plata, tenía importantes diferencias con la de su colega Francisco Franco. En primer lugar, Salazar nunca fue jefe del Estado, sino tan solo jefe del Gobierno. Cierto que luego aquél solía ser un general o almirante -Carmona, Craveiro Lopes, Américo Thomas...- próximo ideológicamente a él, pero Oliveira siempre se mantenía en un segundo plano. Enemigo de la pompa y del boato, vivía en un viejo palacio en Lisboa, con el único servicio de un ama de llaves, más seria y rígida que la de la señora De Winter en la película Rebeca . Un día fue a verle en la capital lisboeta, ya cesado de su cargo ministerial, Ramón Serrano Suñer. Le extrañó no ver nada más que un guardia a la entrada del palacio, además del ama de llaves. Pero más le extrañó que cuando se despidió, ya de noche, fue el propio Salazar quien le acompañó y le abrió la puerta. Antes de despedirse, el primer ministro portugués le dijo: «Perdone que no le acompañe María, pero ha ido a visitar a unos familiares». Y ahí se quedó solito en el viejo palacio el extraño dictador, con sus libros, su viejo tocadiscos y sus comidas de monje en ayuno. Qué diferencia con la pompa y el boato del Palacio de El Pardo, con su Guardia Mora, sus cuadros y tapices, su servidumbre, sus Rolls-Royce o sus cacerías. Al morir, Salazar no dejó más de medio millón de escudos a su hermana y otros familiares, después de más de 40 años de poder.