SIN CARRETE | O |

03 dic 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

EL GRAN Bob Dylan, mucho antes de babear inesperadamente delante de Wojtyla, tituló uno de sus discos, algo así como «Sangre en las huellas». Parece un título muy adecuado para el día de hoy. De pequeño suspiraba por una buena cicatriz. Reflejaría mi fiereza en las peleas del patio del colegio, donde un apellido que rima con macuto es un blanco móvil. Tendría que ser pequeña y discreta, bajo el labio o en el mentón. Mi favorita era la que lucía el célebre arqueólogo Dr. Jones. Dicen que se la hizo con el látigo. Las cicatrices que hemos visto en la isla de Sálvora son de otra clase. Son de esas que se ocultan con vergüenza. Allí donde no llegó la presión de las mangueras, todavía se coagula el chapapote. Hay pliegues en las piedras para los que no hay sutura que valga y la herida permanece abierta. Los cormoranes, ajenos a todo esto, han vuelto a posarse sobre las rocas como si convivir con la substancia invasora fuera inexorable. Si llevara una de esas cicatrices en mi cara mi mirada resultaría incómoda.