Me enamoré del boxeo con doce años, el día que tuve la oportunidad de ver en la tele el mítico combate entre el gran Muhammad Alí y George Foreman en el estadio de Kinshasa, Zaire. Años después, mis amigos y yo veíamos los combates de Mike Tyson juntos, en la calle, con una tele conectada a la batería del Seat 127 de mi amigo Carlos Barrasa. Montábamos un lío de cuidado para que muchas veces la enorme pegada de Tyson hiciese que la pelea durase 30 segundos o un par de asaltos. Pero nos gustaba estar juntos, tomar una cervecitas sin padres de por medio y, sobre todo, nos gustaba el boxeo. Fue mi amigo Coco el que me enseñó a combatir. Aún guardo los guantes en casa y aún retengo en mi memoria algunos de los golpes que me arreaba. No tenía piedad. Pero me enseñó bien. No a pegar puñetazos, que un poco también, pero sobre todo a amar un deporte que tanto rechazo suscita por los que lo desconocen. El boxeo es un arte. El de esquivar golpes. El de bailar por el ring. El de ser ágil combinando golpes. Es un deporte en el que hay violencia, pero que no es violento. Igual que en el rugby. Me alegra que en Arousa haya ahora un club en el que poder entrenar y que organice veladas como la de anoche en Vilanova.