Dicen que tras la tempestad llega siempre la calma. Dicen. Aunque la perspectiva de casi seguros tiempos mejores rara vez consuela cuando uno está bajo un océano de fuego con olas embravecidas como llamas. Hay buenos momentos y hay malos momentos, que diría Mick Jagger. La tempestad es necesaria para salir de los malos. Para recuperar el aliento. Solo se puede volver a construir sobre un terreno desolado. Convertido en páramo por el huracán del cambio. El barco necesita velas llenas de aire para vencer la calma chicha, que es la peor de las cosas cuando de navegación se trata. Porque no hay nada peor que la tranquilidad que te mantiene inmóvil. Detenido. Sin que pase nada ni bueno, ni malo, ni peor. Es cierto que la tormenta te hiere con punzantes rayos de hielo. Que te machaca y te desespera. Te hace sentir desamparado, desnudo en una playa sin arena bajo un cielo plomizo y oscuro. Pero al menos eso es algo. Yo no quiero calmas vacías en las el único premio es el tedio. Prefiero la tempestad por terrible y dolorosa que sea. Prefiero que me sacudan de un lado a otro y de arriba a abajo. Prefiero que las olas me atrapen, me golpeen y me arrojen contra las rocas. Porque seguro que tras las piedras habrá kilómetros de fina arena blanca.