Leyendo «Nido de piratas» vienen a la memoria reportajes rocambolescos publicados en La Voz hace 30 años
28 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Nido de piratas (Jesús Fernández Úbeda, Debate, Barcelona, 2023, 19.90 euros). He ahí un libro divertido, sobre todo para quienes vivimos aquel tiempo en que el periodismo se hacía en la calle, los artículos se mecanografiaban y se enviaban por teletipo y había que llevar las fotos al maquinista del tren semidirecto, que subía al atardecer desde Vigo camino de A Coruña, donde un compañero de La Voz de Galicia las recogía.
Nido de Piratas cuenta la historia del diario Pueblo entre 1965 y 1984 y repasa, de anécdota en anécdota, el tiempo en que el periodismo era un oficio de buscavidas dispuestos a todo para conseguir una buena historia, encontrar el mejor titular y publicar el reportaje en portada.
Claro está que en Pueblo trabajaba un grupo de periodistas, muchos ya muertos o jubilados, que han sido lo más granado de la prensa española durante años: Arturo Pérez-Reverte, Rosa Villacastín, Carmen Rigalt, Raúl del Pozo, Raúl Cancio, Manuel Marlasca, José María García, Jesús Hermida, Miguel Ors, Julia Navarro y Yale, que era su padre, o Andrés Aberasturi, dirigidos todos por Emilio Romero.
Vas leyendo y sobrevienen anécdotas divertidas y canallas como la argucia que utilizó Tico Medina para conseguir una entrevista o algo así de la primera ministra india Indira Gandhi, que no se la concedía a pesar de su insistencia. El reportero se disfrazó de mendigo para ser recibido por Indira y conseguir una foto con ella y una entrevista más o menos imaginaria de dos páginas. Otra aventura rocambolesca es la de Yale disfrazado de camarero y cargando con una caja vacía de cervezas. Así entró en el hospital donde se realizaba el primer trasplante de corazón en España. Consiguió una tarjeta de visita de un médico importante y con ella obtuvo los negativos del trasplante de manos del fotógrafo científico encargado de cubrir la operación. En Pueblo se publicó hasta la foto del corazón trasplantado. Me encantaba esa época, hace 40-50 años, y aquel periodismo callejero y canalla en el que se hacía lo que fuera para tener una buena historia. Entonces, ni los periodistas ni los colaboradores salíamos en la foto y no nos conocía nadie por la calle. Podías buscarte la vida de incógnito para recoger datos y publicar reportajes que hoy no resistirían el primer envite de las redes sociales, siempre tan correctas, tan moralistas de salón.
No me disfracé nunca de camarero para entrar en un hospital, pero al acabar un concierto de Alejandro Sanz, el servicio de seguridad expulsó de detrás del escenario a los jóvenes periodistas que lo esperaban para entrevistarlo. Yo, que no era tan joven, aduje que trabajaba en un bar de la Praza da Quintana y así pude entrevistar en exclusiva al cantante para las páginas de verano de La Voz. En otra ocasión, tras perseguir a Vargas Llosa durante 12 horas sin que pudiera hacer la entrevista pactada a raíz de la presentación de su novela La fiesta del chivo, me la concedió en el taxi que lo llevaba del Hostal de los Reyes Católicos a la facultad de Xornalismo. Acabamos cerca de la medianoche.
En cierta ocasión, ocupando España la presidencia de turno de la Unión Europea, me disfracé de fotógrafo para entrar en el comedor del hotel NH de Cáceres y contar qué comían y de qué hablaban los cancilleres de la Unión. Me descubrió el equipo de Berlusconi y el jefe de seguridad de la Moncloa me amenazó esa tarde con quitarme el carné de periodista.
Y no olvidaré el Día del Padre que me disfracé de menesteroso y me fui a comer a La Cocina Económica de Santiago. La monja que servía la comida me echó doble ración porque se enterneció al verme sin afeitar, en chándal, con un esparadrapo en las gafas y sin un brazo.
Dediqué una tarde a recorrer los prostíbulos de O Pombal de Santiago y al preguntar a una de las chicas por el precio de sus servicios, me respondió con el titular del reportaje: «Tres mil si muerdes». Aclaró después que sin mordiscos serían 2.500. Y dediqué una mañana a recorrer los principales bancos de Vigo pidiendo un crédito para poner un negocio. No me lo concedieron, pero la señora que me atendió en el BBV se emocionó y estuvo a punto de llorar.
Algunos de aquellos reportajes hoy serían impublicables y provocarían un revuelo considerable. Por ejemplo, cuando me confesé con el padre Penitencial de la Catedral de Santiago. Le conté que tenía dos pecados: engañar a Hacienda e ir a misa los jueves en lugar de los domingos. Replicó que él también engañaba a Hacienda y que no era pecado porque a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. En cambio, lo de ir a misa los jueves en vez de los domingos le pareció muy grave.
Los domingos, contaba aquellas experiencias en La Voz de Galicia. Después de la confesión, el titular, encima de una de foto de X. A. Soler en la que aparecía arrodillado, fue: «Padre penitencial: Engañar a Hacienda no es pecado». Y no pasó nada, ni una protesta, ni un escándalo. Sin redes sociales ni obsesión por la corrección política, todo era más canalla y divertido.