Todos los años, cuando agosto extravía sus besos en los labios de su último ocaso, se asoma al balcón de mi vida la canción del desasosiego
10 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.Todos los años, cuando agosto extravía sus besos en los labios de su último ocaso, se asoma al balcón de mi vida la canción del desasosiego. Aunque la estación no ha terminado y lucha como un animal herido contra su destino, las lanzas de septiembre se clavan en mi frente y hieren mis sienes inermes ante lo inevitable. El aire que abanica el mundo, las estrellas que sustentan el falso techo del cielo atornilladas por los ángeles, la mar que va y viene amagando caricias y besos, los barcos que bailan habaneras en las dársenas, las toallas olvidadas sobre la arena y las palabras últimas de adiós ensartadas en los polisones de los pinares, pesan sobre mi espalda como una cruz de nubes de acero. Adivino desde la altura del día primero de septiembre, la cuesta abajo que me lleva irremediablemente a la gran boca del dragón del invierno que todo lo devora. Necesito ayuda desesperadamente para enfrentarme al abismo tan temido.
Al velorio del otoño, asistirán impasibles octubre y noviembre con su incienso polucionado por el flagelo de la violencia que, como un papel de regalo, envuelve las flores podridas que brotan en las aceras de las calles de la vida oscura. ¿Qué puedo hacer? Como siempre, para alegrar la insoportable letanía de las horas lúgubres que los tiempos anuncian, retorno al septiembre de mi niñez, y me encuentro enrabietado en el comedor con mis padres.
Mi madre me arregla, me ajusta y me prueba los jerséis de mi hermano. Me mete en sus vetustos zapatos Gorila y les saca brillo hasta que parecen de estreno. Mi padre tacha el nombre de mi hermana en el libro de Grado Preparatorio y en su lugar pone el mío y, en fin, también termino por heredar la cartera y la caja de lápices de colores que ella llevó a la escuela un día tras otro en el pasado curso. Me siento un don nadie y protesto por no estrenar al igual que ellos estrenaron. Mamá me besa y me asegura que soy su preferido y que me llevará a ver Bambi y Pinocho y que ellos se quedarán en casa jugando al parchís.
Septiembre era entonces un mes de jolgorio, de sábanas bordadas y de agujas de calcetar que cantaban salomas en las manos de mamá. Toda la calle, mi calle, era un ir y venir de niños y familias. Quemar las verrugas en la farmacia, una auscultación en don Manolo Canitrot, un trompo en Avelino Ageitos, un par de cuadernos de caligrafía en Laciana y un libro. Yo quería el Moby Dick de Herman Melville, pero siempre quedaba para otro curso. Me gustaba la portada en la que se veía a la gran ballena blanca a punto de abatirse sobre la indefensa nave del Capitán Acab. Mamá decía que no tenía edad para eso, así que me compraba las historias de Cuchifritín. Y enseguida, la escuela. Recuerdo el griterío y el caos de los primeros días y la hora en la que Doña Manola me dejó escribir con tinta. Me sentí importante y le enseñé mi primera firma a María Esther. Apenas le echó un vistazo mientras jugaba al yoyó. Decepcionado clavé el plumín en el pupitre y Doña Manola me acarició las manos con su varita de mimbre. Septiembre estaba allí vestido de fiesta a estrenar. Entonces no sabía que habría de llegar a visitarme una y otra vez y con su soplo, año tras año, oxidaría las hojas de oro del árbol de mi vida.