Es miércoles, 14 de noviembre. Tras el temporal, luce un día luminoso, aunque un poco fresco a primera hora de la mañana. Te subes al coche y atraviesas Escarabote, A Pobra y Palmeira. Te detienes a la entrada de Ribeira y dejas el automóvil en el taller. Después, caminas por el paseo marítimo de Coroso, playa llena de encanto y belleza, aunque más antes que ahora. Sobre un centenar de embarcaciones marisquean con el raño bajo la tenue luz del sol y el mar en calma. Pasas detrás del instituto: nadie en el patio. Es hora de clase. En unos arbustos, una pandilla de gorriones discute acaloradamente sin recato.
Recorres la zona del malecón hasta el moderno edificio del mercado municipal. Subes a la terraza. Te sientas en una mesa con un café delante y observas una buena parte del área portuaria. Ante tu mirada: hombres remendando las redes de los aparejos de pesca, otros arreglando una calle de la lonja, más allá barcos atracados en el náutico... Sobre una valla enroscado en la cálida temperatura del mediodía, un gato contempla toda la apertura del panorama. La oblicua luz del sol lame tus manos, como Argos, el perro de Ulises, el que anduvo errante por muchos mares, lamía las de la paciente Penélope. Algunas gaviotas sobrevuelan el espacio azulado de la ría...
A la vuelta, tiembla el día según avanzas por delante de la fuente de Padín. Te paras frente a una casa con la techumbre caída. Te apoyas en una barandilla para observar esa fachada de bien trabajada piedra ahora sellada. Pasa un hombre joven empujando un carrito de bebé acompañado de tres niños, mientras piensas en silencio que hay demasiadas edificaciones abandonadas, sin habitar o arruinadas en todos los núcleos urbanos de la comarca. Y que algunas, como esta que miras, son de una belleza arquitectónica incomparable. Y, pese al ruido del tráfico, repentinamente te asalta una pregunta: «Si, como dicen, los ríos tienen memoria, ¿guardan las casas memoria de las gentes que las levantaron, las habitaron y luego, por las razones que fueran, las abandonaron a su suerte?».
Vuelves a andar y meditas calladamente: «No sé... Pero estas construcciones cuando menos inspiran belleza y también piedad. No son solo meras edificaciones antiguas, un puñado de ruinas que se caen lentamente con todos sus misterios y secretos dentro. Es evidente que no han sido declaradas monumentos de nuestro patrimonio artístico-cultural, pero sí son casas que hablan de la hermosura de nuestro pasado. Solo por este motivo merecería la pena escuchar su profundo silencio, en el que resuena el relato de las historias que se fraguaron entre sus paredes, o también en sus aledaños».
Más adelante, hay una ambulancia a la puerta del instituto. Te detienes, miras. Una vez que sale del recinto escolar, te pones en marcha otra vez y continuas con tu cavilación: «A nadie parece preocupar el cuidado, la restauración de estas expresiones de la riqueza y variedad de nuestra arquitectura popular que, como esa que has dejado a tu espalda, se mantiene erguida con una férrea voluntad como si deseara recordarnos nuestra falta de interés, nuestra indiferencia hacia el pasado que representa aún su soterrada belleza».
Ya estás aquí, a un paso del taller. Y antes de recoger el coche comentas en solitario: «Sin duda en el interior de esas casas se vivieron temores y fulgores, se representaron escenas de celos, odio y apasionados amores. Incluso puede que se narraran historias de éxito y gloria, pero también de traiciones, fracasos y derrotas. Se tejieron sueños, ambiciones o conspiraciones...». Y, de sopetón, ese vagonetas que siempre te acompaña en los paseos va y te susurra al oído: «¿No te parece que llevas ya un buen rato pontificando? Y, a propósito, ¿esas casas en las que piensas saben susurrar su belleza? Porque, ¿qué seria de nosotros sin los susurros?, ¿podríamos vivir sin ellos?».