Caminar, pasear, pensar. Ver y mirar. Viejos compañeros, permitid que os lance una pregunta: ¿Os acordáis de aquel juego de nuestra infancia? Veo, veo, ¿qué ves? No era ninguna tontería. Pues lo que uno ve a veces no lo logra ver nadie. Cada mirada es singular, diferente. Es todo un desafío ver algo distinto cada vez que pasamos por los bordes de los caminos o calles que frecuentamos habitualmente en nuestros paseos. Ver lo invisible que se visibiliza cuando miramos: la mitad blanca de ese campo labrado cubierto de escarcha, protegido por la sombra de los salgueiros y ameneiros al lado de río; la otra mitad tierra oscura y húmeda, oscura como la rica miel de la alta montaña. ¿Un posible cuadro de Kazimir Malevich? No, secillamente un lienzo que ha pintado la noche. Os planteo otra pregunta: ¿Habéis visto hoy algo que nadie haya visto?
Escuchas la melodía del río. Suena su música en tu cabeza como si se elevase desde el fondo de un pozo de silencio. Ahora ya está dentro de ti, ahora su son es tu pensamiento. A esta hora vespertina de enero, llevas las manos en los bolsillos. Empieza a sonar la música de los pájaros. Por encima de tan variado tumulto de sonoridades, mientras avanzas distingues algo distinto. Oyes el ciego ruiseñor del invierno y al ritmo de su canción, la mañana se dulcifica. Siguiendo la estela de una bandada de estorninos, caminas hacia el oeste, caminas en silencio hasta que desde una atalaya ves el monte sin flores, aldeas medio despobladas y la sombra que desciende desde la montaña. Hervía la escarcha bajo la luz que se filtraba entre los pinos y entonces piensas que hay tanta belleza en estas esquinas que te recuerdan aquella de American beauty, cuando las hojas giraban con el viento y una bolsa de plástico bailaba sobre ellas mientras comenzaba a nevar.
Es domingo, el primero del año sin festejos solemnes. A veces parece que la mañana no está ahí fuera, sobre la tierra, sino que ya penetró suavemente dentro de tu cuerpo. Sientes que su luz cruje dentro de tu pecho y que te habla como un hermano: Antes encontrabas a muchos hombres sentados fumando mientras contemplaban la luz cayendo sobre los campos sin arar. Ahora que ya no se puede fumar, raro es que te encuentres con alguno. Antes cuando atravesabas andando el valle, veías animales por todos los rincones, ahora muy pocos: algunas ovejas, algunos caballos atados en fincas y poco más...
Andas lentamente. Ves el río. Sopla el viento frío del nordeste («de que te coñezo vento do norte?», preguntaba Novoneyra en Compostela). Miras el robledal desnudo sobre la tierra humedecida, al lado del sendero cubierto de hojas secas y con musgo verde en sus lados. Y te pregunta ese hermano que alumbra en tu torso: Cuántas veces has escuchado la cantinela del cauce? Cuántas has sentido su humedad tendido sobre la hierba o recostado contra un árbol o un muro? Hace tiempo algunos te han acompañado en tus incursiones explorando sus misteriosos recodos, escalando sus escarpadas pendientes, incluso hasta la rocosa piscina de Ameán, donde trepaste la muralla tras la cual se adivina Cubelo, esa recóndita y hermosa aldea que duerme entre el abrazo de dos faldas de la sierra. ¿Cuántas veces te has demorado en los pasales de Pazos, donde escuchabas los cautelosos pasos de las bestias que cruzaban la corriente en noches sin luna?
Regresas a casa. Una numerosa banda de gorriones entre los arbustos toca un delirante chachá a tu paso por la pista forestal. A lo lejos escuchas el tic-tac de las tijeras de podar y el trock-trock de un trator labrando en un prado. Vuelves a escuchar al ciego ruiseñor del invierno. Y sueñas que soñaste con la nieve, y que tu amada te daba un beso tan suave como los copos blancos que caían sobre vuestras cabezas.