Un paseo entre prados, ¿un acontecimiento?

BARBANZA

10 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

MATALOBOS

Es viernes, pero él no lo sabe: arrancamos una hoja del calendario e inauguramos nuevo mes. Te pones en marcha temprano hacia las afueras. Una media hora más tarde ya te das cuenta de que es el horizonte el alambre que te rodea y a la vez cerca los prados por donde caminas (algunos tienen en las testas un cartel con la leyenda «se vende» y un número de teléfono). El silencio que acompaña tus pensamientos, las preguntas que te haces sobre lo que ha sido tu vida, lo que alguno ha llamado el oficio de vivir, o sobre los planes (si el cielo lo permite) para la vejez, cuyo país ideal sigues considerando que es la cabeza, que esta resista, que no se rinda... lo rompe el cacareo de unas gallinas y el canto de un gallo bajo un corral, que extrañamente a esta hora del mediodía irrumpe, repentinamente, en esta mañana cubierta de nubes grises y negras, que aún contienen su llanto... Y fue en ese preciso instante cuando te sacudió una profunda e intensa sensación de libertad.

Entre estos campos adivinas rápidamente que se pueden escuchar todos los sonidos, toda la música de la pajarería menuda. Un paspallás pasa zurciendo los retales de la mañana. Algunos de los prados que caen dentro del espacio de lo visible de tu mirada, están cercados de árboles: salgueiros, ameneiros, loureiros en flor... Todo parece preparado para la gran eclosión de las hojas en las ramas, ahora dotadas de un brillo especial, entre rosáceo y encarnado. Labercos, paspallás, lavandeiras, pimpíns, carrisos, mirlos... charlotean ocultos entre el brillante verdor de la hierba ya crecida.

¿Por qué te depara este intenso placer que ahora experimentas el simple hecho de pasear a través de estos campos anónimos, una buena parte de ellos casi totalmente abandonados? ¿Es posible que sea debido a que en este momento estás sintiendo que se juntan o unen dos conceptos: lo espacial y lo temporal, en uno solo, como las dos caras de una moneda de un canto muy fino? Tal vez. Si es así, reconoces que no se trata de ninguna experiencia especial, singular, sino que es una bastante común. Ocurre que en cualquier caso nunca se suele hablar de ella, porque fundamentalmente no la sabemos nombrar, no sabemos cómo bautizarla con un nombre. Y además nos daría un poco de vergüenza contárselo a alguien por temor a ser descalificados como unos bichos raritos.

Después de cruzar el río por los pasales de piedra, de granito, en la parte trasera de las casas de la aldea, dos yeguas blanco-grises y un poco deslustradas pastan atadas a sendas estacas, mientras un hombre joven corta las silvas que cubren el muro de la huerta. Un miñato de gran tamaño planea sobre el espacio abierto del valle: explora el territorio de caza. No hay niños jugando en las callejuelas de la aldea, solo una anciana dormita sentada en un banco delante de una casa. La melodía del regato que atraviesa el lugar te seduce. Te hace recordar: aquí has venido muchas veces acompañando a un viejo amigo ya desaparecido y también has entrado en la taberna ahora cerrada, te dice ese otro que siempre va contigo.

Sí. Todo va echando el cierre. Parece que ya ha pasado el tiempo de las tabernas. Un mundo se desmorona. Decidme, viejos compañeros, ¿son suficientes estos sencillos elementos para afirmar que hemos vivido un acontecimiento? Si este paseo se convirtió en memorable, es porque es algo semejante a cuando llega la lluvia y reencanta un día que el tedio amenazaba con arruinar, es decir: cuando en una situación cotidiana algo irrumpe súbitamente y abre un tiempo sin cuenta dentro de lo cronológico, del tiempo numerado, para dejarnos vivir ese instante antes de que la murga social lo asfixie bajo la costra de lo espectacular.