Descendía lentamente la luz del día hasta caer sobre los campos labrados de la memoria. Bajo el impacto de su cálida lengua, brillaba la grasa de la negra tierra. Mientras contemplas la oscura ladera de la montaña, el viento hace volar tu infancia, que bailaba entre banderas de colores y música. ¿La sientes? Vibra. Son las tierras húmedas de un noroeste siempre esquivado, tierras que en otros tiempos cruzaban perros adiestrados en la soledad. Mas ya no quedan canes que, como aquellos, caminaban en invierno hasta los fríos linderos de los bosques para morir tumbados en las cuevas amarillentas del cuarzo que extrajimos para sellar las puertas de nuestros hornos de granito, llenos de borona o pan de centeno.
Mientras tanto recuerdas que una vez alguien te había dicho que es en la infancia cuando nos formamos una imagen del deseo. Te das cuenta de que el tuyo floreció al lado de un manantial, mientras, ¿os acordáis, compañeros?, jugábamos a rolar sobre la hierba del campo de Novelle. Sonaba la música de la brea de los pinos al son de los latidos de las piñas cediendo sus costuras ante el calor, el viento se entretenía entre las ramas de los ameneiros, en tanto que la luz de la tarde caía sobre los empinados viñedos de Os Ruca.
Mirando para los campos, piensas: estamos en el mes de las flores. Es tiempo de sembrar. De repente, ese mediodaimón que siempre te acompaña, te habla suavemente en la oreja y te dice: «Houbo un tempo, antes de que te levasen para a cidade, no que te sentías coma un campesiño, canizando a terra labrada para cubrir a semente sementada da mirada de paxaros famentos. Naquel tempo, mentres homes, mulleres, gando, arados e lagoñas poboaban os campos polas mañás, ao mediodía vos regresabades da escola bordeando a ribeira, deixando as vosas suaves e pequenas pegadas sobre a area da praia».
Así es. Respondes. Y añades: A menudo descubrimos demasiado tarde en la vida, en toda su hondura, nuestras soledades infantiles, las soledades de nuestra adolescencia. De hecho, en el último cuarto de nuestra vida comprendemos las soledades del primer cuarto, al repercutir las soledades de la edad anciana sobre las olvidadas en la infancia. Y no solo eso, sino que hay horas en la infancia en las que todo niño es un ser asombroso, el ser que lleva a cabo el asombro de ser. Y es por esta razón que siempre me gustó ese librito titulado El principito. ¿Lo conoces? «Si. Presentáchesmo ti». Al hilo de esto, miras como los cables del tendido eléctrico atraviesan el valle. Rememoras la alegría de cuando los cables llegaron a la aldea. Más tarde vinieron las radios y aún un poco después, las televisiones.
Pero en tu memoria también está registrada la imagen de la decepción: no había suficiente potencia de voltaje o tensión en la corriente para abastecer todos los aparatos que fueron entrando en la aldea si se ponían en marcha al mismo tiempo. Mi inquieto inquilino aprovecha la ocasión para volver a escena y remachar: «Si. Sodes xente que estaba acostumada a quedar sen luz e, por tanto, a non poder ver a tele, sobre todo na fin de semana, cando se puñan todos os muíños eléctricos a funcionar. Ademais, a chegada destes instrumentos modernos espertou en vós envexas durmidas, provocando divisións». Y, en efecto, así fue. Pero todo regresaba a su cauce cuando nos encontrábamos en el camino o en la corredoira. En ese nuestro amado escenario de juegos y aventuras, recuperábamos nuestra intuición del mundo. Esto es: una infancia que no se atrevía a decir su nombre.