Diciembre. Lunes, 16. En el coche suena la voz grave de Leonard Cohen. El canadiense parece que ha salido de su tumba para cantar como un peregrino errante la noche de Santiago. Son las cuatro de la tarde. Aparcas nos chans da serra. Afuera, el termómetro marca cuatro grados. Bajo la fría lluvia, los lomos empapados de los caballos marrones se tornan oscuros. Las vacas, que pacen apaciblemente en hondonadas protegidas, ignoran al caminante, pero se arredran del coche. Al borde de la crecida corriente del arroyo, sobre unos prados planea bajo el miñato. Habrá avistado una presa, murmuras, para no interrumpir las letanías del autor de «Thanks for the dance».
Después de pasar entre las casas de A Graña, te paras delante del lavadero de Balteiro. Más arriba, desde lo alto, visualizas al fondo las casas de granito de Sabuceda, las carballeiras peladas, los campos desnudos empinados sobre el lecho del riachuelo. En la ladera de la colina, ovejas blancas triscando... la niebla gris de la tarde. Desde el mirador de A Figueira, la plata del río serpentea por el valle poblado, como cuentas de rosario, de aldeas. Tal bolas de ábaco, los estorninos reposan en uno de los cables del tendido eléctrico. Debajo, una yegua negra agita su brillante crin. La miran varios rabilongos desde el poste del teléfono.
Reconoces este viento que afeita la hierba. «Vento do norte, de que che coñezo?», rememoras a Novoneyra recitando en Compostela. Y te pones a imitarlo cantando cara a un cielo encapotado y mudo. Nadie te escucha: Nosotros nacimos en esta tierra, una tierra llena de defectos, pero muy rica en agua, tanto dulce como salada. Por eso durante el verano nos bañamos, mientras pescamos todo el año. Nosotros crecimos pegados a estas tierras. Nunca huimos de nuestro país. Hemos ido a navegar por todos los mares y océanos del planeta, hemos emigrado a todos los continentes y hemos vivido y habitado muchos años en suelo extranjero. Pero mientras nuestros huesos estaban vivos, hemos regresado a la tierra que nos proporcionó nuestro primer sustento. Y cuando eramos huesos muertos, volvíamos para descansar eternamente en su regazo, para fertilizar su húmedo útero.
Nosotros aprendimos a echar de menos nuestro país cuando comíamos el pan del exilio y no tirábamos las cortezas. Y también la borona del mar y, aunque estaba salada y dura, aprovechábamos las codias. Incluso algunos fuimos carne de prisión y, aunque bebimos el agua del caldo que despreciaban los delincuentes, siempre hemos vuelto a la tierra donde nacimos y crecimos. Volvíamos para alabar y agradecer el pan de centeno y trigo que nos brindó, incluso para inclinarnos sobre la arena cuando el mar nos devolvía a la orilla como náufragos desnudos y sin fortuna. Siempre hemos vuelto. El labriego para arar sus prados; el pastor para conducir sus rebaños a los pastos del norte; los fragueiros para cubicar los árboles de los bosques que estaban listos para talar; los marineros para lanzar sus redes en las aguas claras del sur o para cultivar moluscos tras las bocanas de las rías... Siempre volvimos. Volvíamos para amar en silencio, callada y ciegamente, para entenderlo todo de un país y una tierra, pues eso era y es nuestro destino.
También Cohen, incluso después de muerto, sigue alabando y dando gracias a través de estas oraciones que desgrana lentamente en su álbum póstumo. Sus rítmicos fraseos te llevan hasta un tiempo tan lejano que te hace comentar: «Antes, cuando éramos universitarios, y escuchábamos música, a la vez, en numerosas ocasiones, oíamos cómo la aguja arañaba el corazón del disco». Amén. Feliz 2020.