Viendo el tránsito lento pero destructivo de la lava del volcán de La Palma y la impotencia que supone no poder hacer nada para evitar que a su paso todo quede absolutamente reducido a cenizas, lo apropiado sería que, de una vez por todas, reconociéramos el poder de la naturaleza y nos sirviera para respetarla en todas sus manifestaciones, incluso con gestos que parecen irrelevantes, como arrojar las colillas al suelo, un ejercicio que muchos fumadores hacen con una pasmosa normalidad, o abandonar plásticos por donde vamos sin pensar que, por ejemplo, acabarán degradando hábitats y, con toda seguridad, regresarán a nuestro organismo en microscópicas y dañinas partículas.
La naturaleza no es sabia, lo que ocurre es que nosotros somos muy burros. Le damos una capacidad que no tiene con el único fin de justificar que siempre acabe imponiéndose, ganando la batalla: Construimos en los viejos cauces de los ríos o los alteramos, y llega el día en el que llueve de más y la avenida discurre por donde lo había hecho siempre llevándose a su paso calles, coches, casas, personas... pero cuando el agua deja de circular, reconstruimos en el mismo sitio.
Recuerdo de niño cuando desobedecía a mi madre y antes de que el antepasado del dron que era su zapatilla llegase volando para alcanzarme en plena carrera, siempre me avisaba de que estaba a punto de activar el método para que le hiciese caso: «Pídechas o corpo». Pues cuando veo las faltas de respeto del hombre hacia la naturaleza concluyo que, en realidad, nos lo pide el cuerpo, y ante eso solo nos queda tener la costilla dura para encajar el zapatillazo.