Ahora que las páginas web que más miro en mi móvil son la de MeteoGalicia y la de pompas fúnebres, me doy cuenta de que ya casi soy mi padre. La vida va pasando, envejecer nos va lijando, convirtiéndonos en la persona que siempre debimos haber sido. Se apaga noviembre, se enciende el árbol. Ribeira tiene esa extraña habilidad que hemos visto mil veces en series como Yo soy Betty, la fea: cuando llegan las fechas señaladas y se arregla, es la chica más bonita del instituto.
Paseaba con mi mujer este Viernes Negro, bajo las luces de la ciudad se podía ver con más claridad un precio tachado y otro más barato por encima. No me molestó. Quizá me he vuelto un ogro capitalista rendido al capricho y al descuento. O quizá es el villancico de Rafael en bucle. Fuimos a ver el belén, a que se nos encendieran los aspersores de la nostalgia.
Me acuerdo de todos los belenes que monté. El de casa, y sobre todo el de la de mis abuelos. Mi aportación siempre era la misma: depositar un muñeco de He-Man cerca del pesebre, pero no querían que aquel culturista espantase a los pastores y lo retiraban. Era una ceremonia feliz, Martes y Trece aún eran amigos.
Con el paso del tiempo aparecieron las sillas vacías de los que ya no están, las prisas, los tiques regalo. Todo es más caro y más frágil. La Navidad envejece con nosotros. Solo queremos reencontrarnos alrededor de una mesa camilla, decirnos que todo está bien, brindar contra la urgencia. El niño que estoy buscando está en algún lugar del mundo, empujando una puerta sobre la que hay un luminoso cartel donde pone: «Tirar».