Destrozo, rotura estrepitosa, por lo común impremeditada, de cosas por lo general frágiles». Así define la RAE la palabra «estropicio», un vocablo que se adapta perfectamente a lo que aquí hemos hecho, en los últimos 60 años, con la Costa da Morte.
Lo de destrozo no requiere mucha aclaración. He aquí un resumen rápido: hórreos rematados en uralita, urbanizaciones fantasma, bloques de hormigón ahogando pueblos, marañas de cables sobrevolando las aldeas, travesías urbanas que, en el fondo, siguen siendo carreteras, chalés en el litoral, ilegales por ubicación e inmorales por falta de gusto.
Si uno recorre desde el satélite los bosques de Alemania verá una tupida y verde alfombra bien cuidada. Si hace lo mismo en la Costa da Morte, se topará con algo más parecido a la cabeza de un tiñoso, montes quemados, colinas peladas e inmensas manchas del verde pardo de los eucaliptos.
Lo de rotura estrepitosa tampoco tiene mucha ciencia. Basta ver el Recheo de Cee y la arquitectura de muchos edificios, incluida obra pública. Lo de impremeditada también se entiende bien y se define mejor al citar su opuesto: aquí nadie ha meditado nada. Ni un minuto. A no ser para arañar un voto, conseguir un carguiño o merendarse unos centollos.
Finalmente, lo de cosas por lo general frágiles, nos remite con facilidad al medio ambiente, aunque esté aguantando renqueante con la que le está cayendo.
Y es que vivimos en una zona con dos potencialidades contrarias: la naturaleza ha configurado aquí uno de los paisajes más bellos de Galicia. El hombre, por su parte, se ha afanado en destrozarlo a conciencia, con una saña que raya en la locura. Hagan abstracción. ¿Se imaginan cómo sería la Costa da Morte si se le quitara el paisaje y se trasladara lo hecho por el hombre a una llanura, digamos, de Castilla? Lo dicho. Un estropicio