Luis Rodríguez Ennes, catedrático de Derecho Romano: «A pesar de vivir y estudiar en la capital herculina, mis momentos de ocio más recordados -incluso en sueños- tuvieron lugar en Laxe»
12 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.A lo largo de mi ya dilatada vida, siempre me he considerado laxense por orígenes familiares y por afecto. De Laxe eran naturales mis padres y de allí provenían mis abuelos. Concretamente, la vinculación de mi rama paterna con Laxe está documentada desde el siglo XIV; conservo un árbol genealógico que arranca de mi antepasado en línea recta directa Alonso de Lema, casado con Urraca de Moscoso -miembro de la familia benefactora de la iglesia de Santa María de la Atalaya- y que, sin solución de continuidad, llega hasta un servidor. Aquí están enterrados mis antepasados y en ese cementerio marino, cuya sin par ubicación tanto entusiasmó a Otero Pedrayo, seré inhumado según consta en mi testamento.
Mis lazos laxenses por ius sanguinis quedan más que probados. En Laxe se casaron mis progenitores, aunque luego fueron a vivir a Coruña, ciudad en la que mi padre había estudiado la carrera de Comercio -hoy Empresariales- y donde tras el reglamentario examen obtuvo el título de Gestor Administrativo. A pesar de vivir y estudiar en la capital herculina, mis momentos de ocio más recordados -incluso en sueños- tuvieron lugar en Laxe porque allí era el lugar en cuyo seno gozaba de absoluta libertad de movimientos y en el que disfrutaba de una vida imbricada plenamente en la naturaleza: la playa, el puerto, las excursiones campestres para hacer una cachelada, las subastas de pescado en la lonja, la participación en la pesca del boliche con otros niños del pueblo, que nos era premiada con un puñado de peixiños que le entregaba ufano a mi abuela Sofía para que los friese para la cena. En Laxe tuve mi primer contacto con el idioma gallego, que aprendí a hablar con acento marinero y, sobre todo, fue allí donde me entró la pasión por el estudio del ser de nuestra tierra hasta el punto de que -a estas alturas de mi vida- puedo constatar haber escrito decenas de trabajos científicos sobre diversos aspectos de la Historia y el Derecho de Galicia, el último de los cuales analiza «cinco documentos firmados por Alfonso IX en la parroquia laxense de Soesto en julio de 1198».
Las mañanas transcurrían en la espectacular playa jugando a la pelota y paseando; por las tardes nos bañábamos en «a rambla do muelle vello», hoy enterrada bajo la arena por mor de un pésimo proyecto portuario. El agua -para nuestros parámetros actuales- estaba gélida, mas nosotros jamás teníamos frío a pesar del omnipresente nordés. En mi pandilla había auténticos tritones, sobre todo buceadores que aguantaban lo indecible bajo el agua. Recuerdo especialmente a Fernando Busto García (O sacristán) y a Joaquín Vidal (Quín Vidal), que nadando pegados al fondo avanzaban a una velocidad vertiginosa alcanzando distancias asombrosas sin salir a respirar. Otro buzo legendario era Chuquiño de Roque capaz de hacer que leía un periódico abierto sentado en una piedra sumergida totalmente. Los otros bañeiros del muelle éramos mi amigo Fernando Vidal (Petete), mis primos Germán y Víctor Manuel, Jorge Eiroa -hoy catedrático de Prehistoria de la Universidad de Murcia- que luego se convertiría en mi cuñado, Pepe Serrapio y Placidito Vidal.
Viene también a mi recuerdo el asombro que me producía el rotundo clasismo del párroco de entonces a la hora de anunciar los destinatarios de las misas de difuntos: Don o Doña -para la clase alta-, Sr. O Sra. -para la mesocracia- y «fulano» o «mengano» para el resto, pese a que a todos les cobraba lo mismo. También me quedó grabado cómo -sin rebozo alguno- el citado presbítero vendía en el portal de su casa el queso y la leche en polvo que nos enviaban gratis los yanquis.
Aire puro, viento yodado
Una manifestación de religiosidad popular laxense que me dejó una huella indeleble fue el «rosario de la buena muerte» -sic en castellano- que en la noche del viernes santo cantaba el pueblo aglomerado, sin distinción de clases, tras una simple cruz de madera, por unas calles iluminadas débilmente por las velas ubicadas en el alféizar de las ventanas de las casas. Por cierto, el ínclito párroco al que antes me referí rompió el protagonismo exclusivo de los laxenses convirtiendo tan espontáneo acto en una procesión con clérigos e imágenes. Sobre la Iglesia de entonces y su ausencia de caridad cristiana y espíritu de perdón, todavía subsiste en la puerta del templo parroquial de Sarces -a tres kilómetros de Laxe- la siguiente inscripción: «Españoles ¡Alerta! La sangre de los caídos no merece traición». Sin comentarios. No quisiera tampoco dejar de señalar que la otra fiesta multitudinaria de Laxe que hoy en día atrae a miles de turistas y que figura en todas las guías, me refiero a la denominada «do Naufraxio» que se celebra el 17 de agosto en honor a los marineros, tuvo su inicial puesta en escena un 17 de agosto de 1962, con ocasión de unas fiestas patronales de cuya comisión organizadora formé parte con Fernando Vidal (Petete), Gonzalo Balboa (Chalito) y Avelino Lema, el marino tantas veces náufrago que -con nuestro entusiasta apoyo- quiso así honrar a su virgen salvadora. Toda tradición tiene un comienzo y este es el que tuvo una fiesta hoy famosa hace más de cincuenta años.
Con todo, pese a los avatares de una vida profesional agitada y, por ello, un punto desarraigada, siempre mantuve mi cordón umbilical con Laxe, lugar que sigue siendo mi entorno afectivo y en el que desconecto de los problemas. Cuando tengo un hueco en mi agenda vuelvo allí como si regresase al claustro materno y empiezo el día con un largo paseo en compañía de mi primo hermano Carlos Ennes y de mi entrañable amigo Francisco Vázquez Castro (Paco Bodello), apoyados en nuestros caxatos, recorriendo largas distancias por las parroquias circundantes, hablando con los paisanos y respirando aires puros cargados de viento yodado. Tal es el ideal de felicidad del poeta latino Virgilio que yo siempre he anhelado: «Et in Laxe ego» (y en Laxe yo).
«Siempre mantuve mi cordón umbilical con Laxe, lugar que sigue siendo mi entorno afectivo y en el que desconecto de los problemas. Cuando tengo un hueco en mi agenda, vuelvo allí como si regresase al claustro materno»
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Nació en A Coruña en 1946. Es catedrático de Derecho Romano. Ostenta la cruz de honor de San Raimundo Peñafort. Fue premio nacional de fin de carrera, es autor de una veintena de libros y más de 200 publicaciones científicas, ponente en congresos, miembro de la Real Academia de Historia... El viernes recibió en Ourense un homenaje. Se jubila este año.