Uniforme de campaña, azul de arriba a abajo, como los carteles que anuncian al ex ministro que perdonó la vida a Elena Valenciano, vistió Soraya Sáenz de Santamaría en su reparto de publicidad por el fortín de su partido que es la zona del Obelisco. «¡Eres muy guapa!», le dijo una señora al lado del viejo cine Avenida, mientras Carlos Negreira daba palmaditas a su marido, Alfonso Rueda miraba con esa mirada de las mil millas tan suya, Millán Mon pasaba por allí y Pilar Farjas repartía caramelos con las ganas de quien sabe que quizá algún día haya que ponerles copago.
Un partido en campaña electoral, nada nuevo bajo el sol. Salvo quizá los dos escoltas de la risueña vicepresidenta del Gobierno, discretos, con pinganillos transparentes, discretos, calvos y tan iguales que parecían siameses.
En los Cantones jugaban en casa. «No hace falta, que somos de toda la vida», le dijo a Soraya una señora muy elegante a la que había ofrecido unos caramelos.
La vicepresidenta se interesó mucho por todo cuanto niño se encontró la enorme comitiva. «El mío habla por los codos, tengo un señor en casa», le explicó a una joven con carrito. Más adelante, cerca de la plaza de Lugo, la cría de la pareja de turno se puso a llorar. Las culpas le cayeron a Rueda. «¡Alfonso, la asustaste, la asustaste, ja ja ja!», bromeó una militante con el conselleiro de Presidencia algo azorado.
Soraya cruzó la plaza de Lugo en plan estrella. Con el alcalde de anfitrión, «ven, que te presento a Soraya», y el afortunado ciudadano: «¿Soraya, os podemos hacer una foto contigo?». Y la vicepresidenta sonriendo. Luego probó los garbanzos de Casa Rita para más orgullo de su propietario, mientras que unas señoras entonaban una exclamación clásica: «¡Mira que es joven! Es que en la tele parece mucho mayor».
Claro que las listas del paro no están para cortesías, y hubo quien insultó a la comitiva por lo bajo, o por lo muy alto. E incluso peor, hubo quien la confundió con María Dolores de Cospedal.
Pero cuando las reticencias no eran muy fuertes, el alcalde, que en el trato directo no falla ni por casualidad, supo arrancar amables sonrisas a los electores que poco antes mascullaban cosas feas por lo bajini. Para acabar, llevó a la vicepresidenta a la taberna A Cunquiña, en la plaza del Humor, antes de ir a comer «al Agustín», en María Pita. También las vicepresidentas tienen que recuperar fuerzas.