Tropiezo en un grupo de Facebook llamado La Coruña, mi ciudad con el anuncio a toda página que el 19 de diciembre de 1986 publicó McDonald’s en La Voz. Se trataba de la apertura de su primer local aquí, en el hipermercado Continente (hoy Carrefour). Para los niños ochenteros que mirábamos fascinados lo que venía de EE. UU. aquello supuso un acontecimiento de primer orden. La verdad es que dudo sobre cuándo me sentí más moderno, si el día que me probé unas Nike Jordan (las rojas, blancas y negras) o cuando me puse a la cola de aquel idealizado McDonald’s.
Para situarnos, digamos que la apertura del establecimiento se hizo a bombo y platillo. Había sorteros que hoy desprenden un añejo aroma a Un, dos tres. Miren algunos de los regalos: un viaje a Palma de Mallorca, cuatro bicicletas Torrot, un vídeo Grundig o un ordenador con monitor Sony. La presencia del payaso Ronald McDonald hacía de gancho. También «flores para las damas» (¡glupps!). No recuerdo nada de aquello. Tampoco sé si fui el primer día o quizá tardé un poco más. Pero sí que me acuerdo nítidamente de la sensación de aturdimiento de verme allí queriendo ser un niño americano como los de ET, Regreso al futuro o Los Goonies.
Había una cola tremenda y yo me encontraba encapsulado en mi anorak. Territorio extraño. Ni rastro de perritos calientes. Tampoco hamburguesas completas o con beicon. Además, tenías que pagar antes de que te sirvieran. De repente me vi allí, frente a una dependienta con visera. No sabía qué pedir. Eso de la Big Mac o el Cuarto de Libra me sonaba a chino. Yo quería una hamburguesa normal. Y, sobre todo, unas patatas para comer con la mano (no lo había hecho en mi vida). Ante la parálisis tuvo que intervenir mi madre. «¿No podría ser una hamburguesa que solo lleve queso?». No sé cómo, pero llegaron a la conclusión que lo que yo deseaba era algo a lo que aparecía en esa carta.
Al final me dieron mi comida en una bandeja. No había sitio para sentarse. Tuve que comer de pie en los pasillos de Continente. Abrí la hamburguesa con cierta decepción. Era diminuta. Le di un mordisco. Y me quedé traspuesto. ¿Qué era aquello? Levanté el pan. Me encontré unas rodajas de color verde y una salsa medio marrón. Se trataba del pepinillo y una mezcla de kétchup y mostaza. ¡Agh! Nada que ver con las que me zampaba en la hamburguesería del barrio. Lo de las patatas no resultó tan mal. Aunque, al poco, se cocieron. Su textura plasticosa resultaba muy diferente a los crujientes mordiscos que sugería su presencia en los carteles.
Me fui para casa. Derrotado. Desde luego mi vida tenía que ver más con los bocatas de chorizo de Verano azul que con los burguers de los filmes americanos. Aquello definitivamente no era para mí.