La literatura siempre mira de reojo a los trovadores contemporáneos. Un escritor de canciones, cuando es sublime, inyecta poesía en el confuso torrente de la cultura de masas. Cuando no lo es, solo se trata de estibar ripios entre los riff de una guitarra. Cuando es sublime, exorciza episodios oscuros de su biografía mientras un productor electrifica sus versos, poblando la melodía de verdad, nutriendo el estribillo -que en el primer pop era una ligera fruslería para quinceañeros- de afilados cartuchos de literatura. Por eso nos gusta elevarlos, condescendientemente, a la condición de poetas. O cargarles con los anhelos y frustraciones de su generación, fabricando mesías de vinilo. Dylan, por cierto, les dio esquinazo.
La leyenda dice que Cohen habitaba en la isla griega de Hydra. Me lo imagino vagando libre como un apátrida, como Paul Bowles disfrutando su fecundo destierro en Tánger. Trabajando con palabras. A las que llama «el material». Sus dos primeras novelas son de esta época. No las he leído y no conozco a nadie que lo haya hecho. La leyenda dice que aprendió a tocar la guitarra con un joven apodado el Gitano de Montreal, cuya principal motivación era acercarse a las chicas. No es difícil imaginar que muy pronto compartieron objetivos. Dos lecciones bastaron para arrancarle a una guitarra lejanos ecos flamencos. Cuando oigo Avalanche, en su vibrante rasgueo acecha el Gitano, anticipando a Morente. Luego llegó el todopoderoso John Hammond y convirtió al poeta marginal, que gestiona elegantemente la depresión y la duda, en una atípica estrella del rock. Para entonces «el material» ya está ligado a la música para siempre. En concierto, Cohen es un implacable declamador que ametralla sus versos arropado por su banda. Pueden llamarlo poesía. A mí me gusta más «el material».