El jurado elogia al realizador estadounidense de origen italiano como narrador excepcional y por su defensa del cine de autor frente a los grandes estudios
07 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.El centenario del nacimiento de Orson Welles ha resultado inspirador. En el mismo día de su celebración, el jurado del premio Princesa de Asturias concedió el galardón en el apartado de las Artes a Francis Ford Coppola, un cineasta que como Welles se ha pasado su carrera casi más preocupado por conseguir financiación o por superar la quiebra económica que por rodar. Entre otros muchos aspectos, una cosa sí los diferencia: mientras Welles dejó en la nómina de proyectos frustrados su adaptación de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad -fue antes incluso de Ciudadano Kane, su ópera prima, con la que El padrino rivaliza a veces por el primer puesto del ránking de las mejores películas de la historia-, Coppola filmó (1976-1977) la gran epopeya conradiana en la selva filipina con la guerra de Vietnam como telón de fondo argumental. Es verdad que aquel viaje demencial le costó la salud: perdió cerca de treinta kilos de peso. Pero dejó una de las grandes obras maestras del cine, aunque Hollywood en aquel momento no se lo quiso reconocer, solo le dio dos Óscar de tipo técnico: el sonido y la fotografía. Su independencia resultaba arrogante a algunos y el mensaje de aquella cinta no parecía demasiado amable con el dios y la patria de EE.UU.
Coppola (Detroit, 1939) reconocía así el honor del galardón concedido en Oviedo: «Lo acepto con gratitud, al tiempo que me doy cuenta de que, casualmente, estaba en mitad de la lectura de Don Quijote de la Mancha; así que, en palabras de Cervantes, 'el destino guía nuestra fortuna de una manera más favorable de lo que hubiéramos esperado'. Gracias». Este breve comunicado quizá justifique extender el vínculo wellesiano más allá de Conrad, y haya que sumarle la querencia por lo hispano (Argentina, muy especialmente) y por las aventuras del caballero de la triste figura.
En Asturias han decidido reconocer por fin a un «narrador excepcional», una figura «imprescindible» para entender «la transformación y las contradicciones de la industria y el arte cinematográficos», un realizador cuya carrera ha sido una «continua lucha por mantener la total independencia emprendedora y creativa» como director, productor y guionista. A lo mejor llega un poco tarde -como ocurrió a Vargas Llosa con el Nobel- para Coppola, más implicado hoy en labores de producción cinematográfica o en su vocación de vinatero en Napa Valley que con su genio realizador. Su época dorada se circunscribe a las décadas de los años setenta y ochenta, se abre en 1972 con la primera entrega de El padrino y se cierra en 1990 con la tercera. La trilogía sobre las familias mafiosas inspirada en la novela de Mario Puzo sobre los Corleone supone su cima, como también algunos de los filmes que rodó en este período: las dos obras maestras Apocalypse Now (1979) y Corazonada (1982), y también La conversación (1974), La ley de la calle (1983) y Cotton Club (1984).
«Visionario e innovador, Coppola ha hecho suyo el concepto wagneriano de obra de arte total, donde nada se escapa a su atenta mirada de director y a su empeño genuino por hacer cine de autor dentro de la maquinaria de los grandes estudios», recuerda la fundación que concede el premio ovetense, y que dejó en el camino a los músicos Wynton Marsalis y Lang Lang.
Es probable que el elogio aluda a su coqueteo con la ruina, su facilidad para quebrar empresas, endeudarse y acabar invirtiendo sus ahorros y capitales para poder conseguir un sueño. En el notable filme Tucker (1988) trasladó al mundo del automóvil y de forma bastante autobiográfica su propia historia de éxitos, fracasos y debacle económica. Nada lo rindió. Una narración épica (Apocalypse Now) y otra intimista (el musical Corazonada) -y su incapacidad para la gestión realista- dieron al traste con la solvencia de los estudios Zoetrope, que él mismo fundó.
Pese a que lo guiaba el espíritu de su maestro Roger Corman -patriarca del cine B-, Coppola siempre pensaba a lo grande. El gran arte así se lo exige.