La sorpresa inicial de la elección de Dylan para el premio de Literatura dio paso al reconocimiento de un músico, un poeta, que ha revolucionado la historia del rock con la única arma de la palabra
14 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.«Felicitaciones para uno de mis poetas favoritos». Así recibió Obama en su cuenta personal de Twitter la sorprendente noticia -por inesperada, nunca por que el premio sea inmerecido- de la concesión del Nobel de Literatura a Robert Allen Zimmerman -universalmente conocido como Bob Dylan (1941, Duluth, Minnesota)-. Esta sencilla idea debería zanjar cualquier polémica que ponga en duda si se está ante un escritor o únicamente ante un músico que escribe. Será quizá que los tiempos del Nobel están cambiando. Y es que son las letras de Dylan las que sostienen una carrera de más de cincuenta años sobre los escenarios y decenas de discos irrepetibles. La clave no está en una magnífica voz ni en unos arreglos geniales: es su don de la palabra. Él se veía poeta, desde sus primeros pasos como creador. Que adoptase el nombre artístico de Dylan tras leer al bardo galés Dylan Thomas habla alto de sus motivaciones.
Es la palabra, por supuesto, pero también el modo de revolución tranquila [huidiza] en que ha transformado la historia de la música popular, en que ha fundido folclore con pop y rock, electrificado el blues, y abierto la mirada sobre la poesía -ah, la herencia beatnik y la barba llena de mariposas de Walt Whitman-. No en vano el galardón del Nobel, argumenta la Academia Sueca, le llega por haber creado «un nuevo modo de expresión poética integrada en la gran tradición de la canción americana». Hace menos de diez años (en el 2007) ya se le había otorgado el Príncipe de Asturias de las Artes en cuanto «mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo».
Dylan logró además ese milagro sin que su gesto se tensase, descartando el ruido con apenas un mohín, como desinteresado en vacuos debates, sin apear las gafas de sol. Y todo ello a pesar de que íntimamente lo motivase reventar las convenciones del lenguaje. Incluso en su día tuvo en la cabeza un referente concreto: «Picasso, a los setenta y nueve años, se acababa de casar con su modelo de treinta y cinco. Caray, sin duda Picasso no andaba haraganeando por las aceras ni la vida le había pasado de largo todavía. Picasso había fracturado el mundo del arte y abierto en él una brecha enorme. Era un revolucionario. Yo quería ser así», explicaba el cantante tiempo después, dejando irónica y ambiguamente en el aire si lo que le fascinaba especialmente del pintor malagueño era su proverbial capacidad para la conquista amorosa.
Como Picasso, Dylan llevó la tradición más allá -hasta fue acusado de traición a mediados de los sesenta por los puristas del folk-, partiendo del espíritu combativo de Woody Guthrie, y el andar errante de maestros del blues como Robert Johnson y otros storytellers de la América de los trenes y los caminos polvorientos. Aquel pueblerino llegó a Nueva York para, tras los pasos de su amado Guthrie, a quien pudo finalmente conocer, acabar sobrevolando sin miramientos la alabada coherencia de Phil Ochs y Pete Seeger. Y trazó su propio futuro. El cazatalentos de la compañía Columbia John Hammond no fue ajeno a su inigualable trayectoria discográfica, porque es en la grabación donde se sustenta la leyenda y el conocimiento del vate de Minnesota. Su producción de los sesenta ha regalado a los amantes de la música decenas de canciones que son himnos -casi revelaciones-. Álbumes como The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde o Nashville Skyline son joyas de cabo a rabo. Dejó algunas trazas de su genio para los setenta con Blood on the Tracks y Desire, pero muchos lo dieron por muerto en los ochenta. Fue en los noventa cuando volvió por sus fueros de la mano del productor Daniel Lanois con Time Out of Mind. Y aún hoy sigue dando muestras de su talento y su gusto por el riesgo en discos como Tempest o en su homenaje a Sinatra.
Solo un hombre
Su apuesta abrió una brecha generacional que dejó atrás los sesenta y saludó los setenta. Más de una vez tuvo que negar que fuese un profeta, escapar de quienes lo agobiaban con sus preguntas sobre la existencia, proclamar esquivo que solo era un hombre, sin recetas que alumbrasen un sentido a la vida de sus fans. Aún hoy, inmerso en esa gira vital interminable, ya todo un respetable septuagenario, abandona los hoteles de noche, después del concierto, para reencontrar su papel de mero mortal rendido, empequeñecido, ante la grandeza de la bóveda celeste. No es la primera ocasión en que la policía lo lleva a comisaría para corroborar su identificación ante las evidencias que lo muestran como un sintecho o la denuncia de algún vecino sobre la presencia de merodeadores en el barrio. La respuesta, diría el estribillo, sigue estando en el viento, y no queda otro remedio que persistir en la búsqueda.
El icono, mientras, se impone al ser humano y continúa ensanchándose. Ahora, compartiendo pedestal con Kipling, Hamsun, Thomas Mann, O’Neill, T.S. Eliot, Faulkner, Halldór Laxness, Saint-John Perse, Kawabata, Beckett, Szymborska, Kertész o Coetzee. Dylan esbozará una sonrisa lúcida -de hecho, ayer sabiamente callaba-, pero ¿quién da más?