El Coliseo de A Coruña se puso a los pies del gran mito del «indie-rock», que disipó todas las dudas con un concierto enorme
28 oct 2019 . Actualizado a las 13:36 h.Anoche el concierto arrancó con Gouge Away. Y, por un momento, pareció que el grupo se encontraba desenfocado y preparado para ofrecer un directo flojo. La línea de bajo no sonaba tan tensa como la hemos escuchado durante todo este tiempo en lo surcos de Doolittle (1989). La batería se golpeaba un poco más lenta de lo deseable. Faltaba punch. El fantasma de unos Pixies haciendo un concierto anodino se paseó por el Coliseo. Quizá se econtraban sin ganas. Quizá había que darle la razón a los que habían firmado el acto de defunción de la formación ya hace unos años.
La sensación duró solo unos pocos segundos, un minuto como mucho. En cuanto las guitarras de Joey Santiago crujieron todo cambió. De pronto, brotó aquella emoción juvenil. Se expandió por el sistema nervioso de los asistentes. Fibra a fibra, el escalofrío sacudió a la audiencia que se estaba reencontrando con su pasado y con una de las bandas más maravillosas que haya escuchado jamás. Aquello era la gloria eléctrica.
Pixies triunfaron en A Coruña. Frente a 6.000 espectadores ofrecieron un concierto soberbio, de esos que reconcilian al fan con el grupo. Porque había dudas sobrevolando. Muchas. Sobre su solvencia en las tablas. Sobre las críticas negativas de su reciente paso por Madrid. Y sobre el papel del nuevo álbum, Beneath the Eyrie, que invitaba a cualquier cosa menos al optimismo. Entonados en todo momento como en los viejos tiempos, dejándose llevar por la audiencia más grande de toda su gira española y usando la baja calidad el nuevo disco casi como respiro entre clásico y clásico, firmaron una actuación vibrante.
¿El único reproche? Curiosamente, no comportarse como un genuino dinosaurio, asumiendo su mediocre presente y relegando el último repertorio a un plano mucho más discreto. En su lugar, optaron por demostrar que son una banda viva que no solo funciona a base de nostalgia. Loable intención, pero con apenas fundamento real. Mientras temas como On Graveyard Hill o Los Surfers Muertos se revalorizaban junto a sus compañeras mayores en el set-list, otras mostraban en directo todas sus carencias. El público, estático frente a ellas, cerraba el círculo.
En esa nostalgia, que los americanos pretendían atenuar con material nuevo, se encuentra el cajón de los escalofríos. Cuando, al poco de arrancar el concierto, apelaron a Wave Of Mutilation quedó claro. Sonando altos, un poco sucios y con la estridencia justa, Pixies convirtieron en el Coliseo en carne, sudor y grito. Difícil contenerse ante el huracán de Rock Music, con un Frank Black soberbio. Imposible escapar al trallazo de Isla de Encanta, llegada de un pasado ideal de papel de lija. Inútil resistirse al trote roquero-galáctico de Cecilia Ann. Suspirando, haciendo air-guitar y exponiéndose a toda esa electricidad, la secuencia empujaba al delirio.
Hubo unos cuantos momentos que merecen ese tratamiento. El coreadísimo Where is My Mind? que parecía condensar un momento generacional de comunión máxima. El Wave Of Mutilaton al ralentí haciendo de espejo de la versión eléctrica con la que abrieron. El Vamos alucinante con su serpenteante evolución y el efectismo de Joey Santiago otorgándole nuevo color. O, cómo no, el emblemático Debaser con el que concluyeron el bolo con el público en la cima.
No hubo bises. Ni falta que hizo. Porque, tras dos horas largas en las que el mito reclamó su condición de tal, apenas quedaba poco o nada por exprimir. Solo abandonar el Coliseo con el sabor de la electricidad en los labios.