Entre aquellos que, más que amar a John Wayne, se creen John Wayne, prende la idea de que Nomadland ha sido la vencedora de los Óscar por el mismo motivo por el que recibe la medalla de chocolate el niño pequeño que compite con los mayores. Es decir, para evitarle el desaliento. Buenismo naif. Según esta corriente de opinión, los Óscars de este año daban un poco igual, como unos Juegos olímpicos en los que no participaba EE.UU. o a los que se negaba a acudir la URSS. Y así, en estos tiempos oscuros, y con esta celebración descafeinada, los académicos decidieron regalarle un caramelito a la directora Chloé Zhao por ser china y por ser mujer, más que por otra cosa. Como todas las obras artísticas, Nomadland puede gustar más o menos. E incluso nada. Pero reducir sus méritos y reconocimientos a una palmadita condescendiente que resuena en la espalda de la diversidad es mirar el paisaje con gafas de cerca. Es cierto que se trata de un largometraje que exige una pausa. Para unos, ese frenazo supondrá un vacío insoportable frente al martilleo del ratón, del vídeo viral, del hilo de Twitter, del grupo de WhatsApp. Pero para otros será bajarse un momento del mundo para tomar una bocanada de aire frente a horizontes dignos de John Ford. Y frente a personajes olvidados que se hacen inolvidables. Zhao obliga a practicar el difícil arte de la contemplación. Primero, es necesario que alguien se pare a contemplar a los protagonistas que inspiran estas pequeñas historias. Después, hay que conseguir que el espectador contemple una película en la que el estruendo va por dentro, en la que el western es interior. Y eso es lo que exigen películas como Nomadland o Roma.