
Este sábado 12 de mayo se cumplen cien años del nacimiento del gran cineasta valenciano
12 jun 2021 . Actualizado a las 05:15 h.Luis García Berlanga no es solo uno de los dos o tres cineurgos mayores de la historia de nuestro cine. Su obra configura la quintaesencia de un imaginario español: el de la naturaleza caótica, el de la coralidad donde el pícaro mete mano entre los poderosos, el de la convivencia sardónica con el placer y con la muerte. Un constructo tan abrumador en su estruendo que sitúa a Berlanga, más allá de la pantalla, a la altura de Quevedo o de Valle, como autor esencial para entender cómo fuimos y cómo somos. O cómo nos han dejado ser.
Es cierto que el universo Berlanga está cronológicamente aferrado al siglo XX español y, de modo singular, a la España negra del franquismo y a las luces y sombras de la Transición. Apenas dos películas -La boutique y Tamaño natural, respectivas coproducciones con Argentina y Francia- no atan su destino a ese retablo ibérico que Berlanga compuso como todo lo contrario a un tableau vivant en forma de sindiós. Hablo de ese arte de la coralidad made in Berlanga, los ya legendarios planos secuencia en donde se arracima un descabalado y enloquecedor sanedrín de personajes en primer plano, y en segunda y hasta tercera fila, cada uno con sus diálogos que se superponen. Y es preciso aguzar el oído porque a veces la frase más lapidaria la dispara un personaje de apariencia irrelevante, de soslayo y casi fuera de plano. Este caos es el caballo de Troya con el cual Berlanga y sus subversiones babélicas se escaparon de las manos a la censura como humor líquido y feroz.
En una conversación con Berlanga para La Voz de Galicia, poco después del estreno de Moros y cristianos en el verano del 88, me interesé mucho por cómo dejaba fluir aquellos diálogos superpuestos. Le pregunté por una secuencia de aquella película reciente, en la cual Luis Ciges interpretaba a un político oportunista que, con tal de chupar cámara, tenía que desplumar un ave y -en anticipo visionario del universo masterchef- extenderse en frases farfulladas, cada vez menos audibles, en torno a cómo aliñaba y horneaba el pato. Berlanga se reía contándome aquel desvarío: «Dejamos a Ciges que siguiese largando varios minutos. Y quedaron allí, como metraje sin positivar, una sarta de disparates. Lo que dice es cada vez más inusitado. Acaba hablando de zoofilia».
Luis Ciges es uno de esos rostros berlanguianos imprescindibles. Seguro que lo recordarán como el sirviente que hace tándem bizarro con José Luis López Vázquez, el hijo del marqués de Leguineche, en la trilogía Nacional. Mucho más allá de eso, Ciges compartió con Berlanga un episodio dantesco de las biografías de ambos: su enrolamiento en la División Azul para mejorar las situaciones familiares después de la guerra, incómoda para Berlanga, abiertamente trágica para Ciges. En aquella entrevista me contó Berlanga que con Ciges llegó hasta Leningrado: «En verano, a 55 grados bajo cero. Eso sí, no había tanques».
La censura, ¿dónde está?
Después de que la censura afectase a Bienvenido, Mr. Marshall y destrozase Los jueves, milagro, entra en la categoría de misterio el cómo Berlanga pudo colarle al régimen franquista, así de una tacada, dos cargas de profundidad como Plácido y, sobre todo, El verdugo. La primera, una parodia descarnada de la caridad nacionalcatólica que iba a llamarse Siente un pobre a su mesa. Y la otra, un tragicómico zum sobre la pena de muerte estrenada en Venecia en agosto de 1963, el año de Grimau. Y el mismo mes del garrote vil para los anarquistas Granados y Delgado. ¿Qué sucedió para que Berlanga no fuese fulminado después de aquello? Nada sobre ello cuenta la muy decepcionante biografía berlanguiana de Miguel Ángel Villena. Aún no he leído pero suena inmejorable la recién editada Furia española de José Luis Castro de Paz y Santos Zunzunegui, dos tomos y un DVD que prometen ser el estudio definitivo sobre el maestro valenciano.
Junto a esas dos cimas de la causticidad en blanco y negro, yo confieso mi absoluta devoción dentro del universo Berlanga por la trilogía Nacional. Nadie ha contado mejor el tardofranquismo y la transición política -sin otra pretensión historicista que la de la farsa- que la familia Leguineche. Las cacerías para conseguidores, el vello púbico de Bárbara Rey coleccionado en frasquito monárquico.
Y ese irrepetible dueto de buddy movie españolísima del marqués de Leguineche «and son» con la irrupción en el cine de un ilustre del teatro como Luis Escobar casi eclipsando al gigante José Luis López Vázquez. Como un don Corleone de Carlos Arniches. Y los porteros automáticos de Saza, reconvertidos en sanitarios para el remake de Todos a la cárcel, a mayor gloria del tardofelipismo. Y Rafael Azcona. Y el totum revolutum que es nuestro siglo XX contado por el gran ácrata español.