Entender el mundo desde el diván de A Romea

X. Antón Castro

CULTURA

Laxeiro en 1931 en su estudio delante de Carnavalada
Laxeiro en 1931 en su estudio delante de Carnavalada imaxe fudacion laxeiro

Laxeiro, seudónimo de José Otero Abeledo -orgulloso nieto de A Laxeira, natural de A Laxe- significa para el arte gallego del siglo XX la memoria permanente de una tradición transformada por el tiempo, la historia viva de la pintura que supo encontrar la definición más precisa de Galicia en la síntesis de las raíces y de la modernidad. Nacido en Donramiro, en 1908, pasará su infancia en Botos, sumergido en las fabulaciones que alentaba entonces su prodigiosa imaginación, mientras dedicaba el tiempo a dibujar, a hacer poemas y a sermonear a los campesinos. En 1921 se traslada con su familia a La Habana, donde compatibilizará diferentes trabajos con la asistencia a las clases de dibujo. Y fue en la capital cubana donde se afianzaría su vocación artística. 

En 1925, cuando tiene 17 años, regresa a Galicia «con la salud quebrada -recordaba-, aunque las montañas de Lalín me la devolvieron». De nuevo en Botos, ejerce de barbero de ferias: es el barbero-pintor que dibuja sin descanso a sus paisanos hasta que, en 1931 y 1932, obtiene pensiones del Ayuntamiento de Lalín y de la Diputación de Pontevedra, que le posibilitan su ampliación formativa en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y profundizar en los clásicos del Museo del Prado -«mi auténtica escuela», decía- o asistir a las tertulias más movidas de los artistas e intelectuales del período republicano, «donde aprendí de García Lorca y de los galleguistas, que, como Castelao y Dieste, ejercían, en ese momento en la capital».

A partir de 1933, Laxeiro se instala en su estudio del Hospitalillo de Lalín y desde allí se desplaza a Santiago, Pontevedra o Vigo, a fin de mantener latente el contacto con los artistas de su generación, vinculados al proyecto renovador de la vanguardia histórica (Maside, Colmeiro, Souto, Seoane…), período que interrumpe la Guerra Civil. En 1940 se establece en Pontevedra y entre 1942 y 1951 vive en Vigo, años en los que madura el alcance de su pintura y fértiles en exposiciones en Galicia y en Madrid. En 1951 se traslada a Buenos Aires al frente de una exposición colectiva de arte gallego y desde ese año permanecerá en la capital argentina hasta 1970, un prolongado período en el que llega a radicalizar los diferentes lenguajes pictóricos que cultiva. Es no solo una etapa de múltiples exposiciones, sino también la de su reconocimiento como uno de los más importantes artistas gallegos y españoles. Cuando retorna, establece su residencia en un triángulo que tiene sus vértices en Madrid, Vigo y Lalín. Desde entonces su reconocimiento no dejó de crecer y fue objeto de diferentes antológicas, la más importante de las cuales sería la del CGAC de Santiago, unos meses antes de su muerte, en julio de 1996.

La aportación de Laxeiro a la pintura puede sintetizarse en diversas opciones que lo hacen diferente e innovador: renueva la llamada estética del granito, un modo lingüístico que se inspira tanto en los canteros populares, petos de ánimas y cruceros como en las montañas onduladas de Galicia y, sobre todo, en el románico del Maestro Mateo. Su expresionismo bebe en la herencia de Goya o en los títeres de los cuentos populares y hace coexistir diferentes estilos a la vez que concilia su admiración por Picasso, al que «nacionaliza», con el clasicismo de Tiziano, la radicalidad de la pintura de acción de finales de los años 40 y el equilibrio del Renacimiento, la abstracción y la neofiguración. Pero Laxeiro es, ante todo, un neohumanista que contribuye a elaborar una filosofía para entender el alma de Galicia desde un ideario irónico y pleno de humor que tiene sus referentes esenciales en Quevedo, Valle-Inclán y Dostoyevski, a los que admiraba. Por eso su pintura tiene mucho de antropología, de realismo mágico y de fabulación cunqueiriana, capaz de inventar marquesados, como el de A Romea, enterrado bajo montañas de Lalín, y nomos inspiradores y misteriosos, como Mirlotil. He ahí las carnavaladas, guiñoles, sátiros, monstruos, enanos, faunos, brujas, diablos, pecados, leyendas, paisajes tenebrosos o abstractos y seres extraños que pueblan su pintura que, al final, es también un canto al color, liberado de cualquier asunto.

Las obras de sus últimos veinte años, entre 1975 y 1995, establecen el enlace entre los esquemas orgánicos inspirados en la naturaleza y la síntesis abstracta de los 50. Revisitó lenguajes propios de todas las épocas y concibió la pintura como un conjunto de variables sobre aquéllas. Pudo pasar de sus imágenes texturizadas y envolventes o graníticas a la transparencia de las vidrieras de tintas planas, de las piedras coloreadas de los acantilados y de las montañas que le inspiraban paisajes inexistentes al horror vacui barroco, de la nostalgia panteísta al sentimiento romántico, de la figuración a la abstracción, de los gestos automatistas al cultivo de la razón.

Pero ha sido igualmente un intérprete intuitivo de las vivencias míticas de la Galicia rural y de su psicología. La ironía, el humor y el sarcasmo han sido con frecuencia las armas de su penetración en el conocimiento humano. Cunqueiro, uno de sus grandes cómplices y amigos, dijo que «toda realidad puede ser vulnerada, herida íntimamente por la imaginación creadora, que es mágica». ¿Pensaba tal vez en la pintura de Laxeiro?

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