Festival de Venecia: Banderas y Penélope flotan en el lerdo humor de «Competencia oficial»

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Edward Wright logra un fascinante remix de «Cenicienta» y «Pesadilla en Elm Street» en el Soho del «swinging» London

05 sep 2021 . Actualizado a las 09:53 h.

En una secuencia de Competencia oficial, la nueva película del dueto de realizadores argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat, Penélope Cruz -quien encarna a una directora de cine vanguardista— afirma: «Hay que tener cuidado con lo que le gusta al público». Bueno. Eso pensaba también yo mientras en la sala Dársena del  Festival de Venecia un sector de las butacas jaleaba con ovaciones superpuestas algunos de los abominables diálogos entre Antonio Banderas y Óscar Martínez. Son, en la ficción dos actores antitéticos a los que se ha querido reunir en una película porque a Penélope Cruz le interesa ver cómo interactúan un frívolo ganador de Globos de Oro y un prestigioso actor de teatro de origen argentino. Cohn y Duprat se rebozan ya en el populismo autoconsciente de unos éxitos de taquilla que ha ido en dirección inversamente proporcional a la del talento de sus guiones. Cuidado con aquello que más le gusta al público.

Competencia oficial es una comedia barragana, tan burda como perezosa, al no molestarse ni tan siquiera en construir una historia. Todo se reduce al duelo de egos de dos clichés -los que sobrellevan Banderas y Óscar Martínez- con Penélope Cruz engrasando la suerte de diálogos que se pretenden acerados, brillantes, sarcásticos. Y son romos, rancios, groseros en ocasiones. Pero funcionarán en taquilla. En nuestro país lo hacía Paco Martínez Soria. Y Arturo Fernández. En La Dársena, en pase de prensa, creo que fue lo más aplaudido en lo que va de Mostra. Y piensen que hemos visto las piezas capitales de Paul Schroeder o de Larraín.

Como pensábamos el viernes, después de sufrir ese mal sucedáneo del peor ramalazo Star Wars que es Dune, el embrutecimiento colectivo crece a marchas agigantadas. Es también una frase de Competencia Oficial, que con su final abierto se abre a segundas o terceras partes con los Banderas y Martínez -cascarrabias tontos, muy tontos- haciendo caja.

Terror y nostalgia en el soho

Edward Gright, autor de una trilogía de cine multigénero y british -esta sí, de humor sagaz y brillante- nos rescata de la vulgaridad con la batería de propuestas altamente sugestivas de su Última noche en el Soho. En ella podemos entender que hay una reformulación del cuento de la Cenicienta entreverado de las pesadillas en Elm Street de Wes Craven. Solo que en vez de Freddy Kruger y un suburbio norteamericano, aquí la noche traslada a una aspirante a diseñadora de modas, a través de un callejón, al swinging London de finales de los sesenta. En esta transferencia en el tiempo vivida cada velada hay una maravillosa secuencia en la cual Thomasin Mackenzie -esta Cinderella huérfana- encuentra al otro lado del arco iris los neones apoteósicos que anuncian el Thunderball (Operación Trueno) de James Bond. Lo que se nos viene es un excurso nostálgico por la ciudad donde reinan Petula Clark o Sandie Shaw. London is London. Pero el baile no termina en carroza.

Edward Gright va virando los viajes de su princesilla hacia el terror en estado puro. Y en la pantalla se acumulan las referencias: el citado Wes Craven, Hitchcock, Nicholas Meyer o Jack el destripador. Eso sí, no es en vano que la casera de nuestra protagonista se trate una viejecita que no es otra que Diana Rigg, la compañera del agente 007 en Al servicio secreto de Su Majestad. Sobre ella -fallecida hace meses- se cierran los anillos de este cuento de terror que salpica genialidades, y un vaho de emanaciones de Londres como imperio de la melancolía. Qué formidable excursión de cine vivísimo a las muertas raíces del Soho.