El increíble éxito que ha logrado Rosalía ha generado una cacería contra la artista para demostrar que, en realidad, se trata de una gigante con pies de barro. Cuando se editó El mal querer (2018) -con su genio, su fuerza y su frescura- se la abrazó como algo extraordinario. Entre los escépticos había un pensamiento de «bueno, no lo entiendo muy bien pero esto tiene calidad». Sin embargo, quedó la mosca ahí, revoloteando y convirtiéndose, al poco, en una lupa que lo iba a examinar todo. Como si el talento unido a la fama y la idea de ser un arrebatador icono pop generase alergia -ya lo decía Alaska: «en España ser una estrella penaliza»- empezó la carrera por cargarse a Rosalía.
Primero, llegó la idea de la apropiación cultural por usar elementos que no son suyos de cuna y, al parecer, no puede incorporar. Después, que todo era un producto de márketing. Más tarde saltó, cómo no, el demonizado autotune. La baza del reguetón -género fetiche para resaltar autenticidades roqueras- se pudo usar al salir el Con altura que grabó con J Balvin. También se afearon y ridiculizaron las letras de los temas decididamente juguetones de Motomami (2022). Y muchas otras más.
Todo este camino de pedradas ha explotado ahora en modo catarsis. ¿Qué ocurre? En su gira actual -la que veremos en A Coruña el 29 de julio- la artista canta sobre una música electrónica grabada imposible de reproducir con instrumentos tradicionales. Lo hace mirando a cámara para crear en la audiencia la fantasía de un gigantesco concierto por TikTok. Y realza, con ese enfoque, la importancia de la coreografía. Nada que no hicieran, antes y a su manera, Pet Shop Boys, U2 o Madonna. Nada que no hubiera superado Kraftwerk, poniendo unos robots a tocar sobre el escenario. Pero, claro, ahora es Rosalía la protagonista. Una artista española. La que ha logrado un éxito tal que cuesta soportar.