El 7 de junio de 1993 fallecía en un accidente de tráfico el fenomenal baloncestista croata, que marcó una era en Europa y también triunfó en la NBA
07 jun 2013 . Actualizado a las 17:25 h.«En privado era un ángel, en la cancha era un demonio». Esta era la mejor definición que Biserka Petrovic decía que había escuchado de su hijo Drazen Petrovic. Porque el travieso y muchas veces inaguantable diablo en la pista se transformaba en un tímido, silencioso, educado y amable joven cuando salía de ella. La madre del Mozart del baloncesto explicaba en Hermanos y enemigos: Divac y Petrovic la capacidad de trabajo del genio de Sibenik, que le llevaba a levantarse a las seis de la mañana para ir al campo de entrenamiento y practicar su tiro. «Driblaba a las sillas y se colgaba de la puerta de la cocina porque quería crecer más», contaba Biserka en este extraordinario documental, en el que se narra cómo la guerra de los Balcanes desmembró un país, rompió una generación fantástica de jugadores y destruyó la fraternal amistad que existía entre el pívot serbio y el escolta croata Drazen Petrovic.
Un gesto y unos segundos acabaron con una relación que habían forjado los años. En plena celebración en la pista de los miembros de la selección yugoslava del título mundial de 1990, Divac arrebató la bandera de Croacia a un aficionado y la lanzó al suelo, en una acción que pasó inadvertida en la cancha del Estadio Luna Park de Buenos Aires. Pero, con el país al borde del conflicto militar, las imágenes de aquel momento le convirtieron en héroe y villano para los nacionalistas de una y otra parte. En ese instante, se rompió una de las escasas amistades que Drazen Petrovic mantenía en un mundo en el que se había ganado a la fuerza la animadversión de muchos rivales y compañeros.
Su muerte, el 7 de junio de 1993, evitó una reconciliación inevitable, con la distancia del tiempo como aliado, igual que sucedió con otros miembros de ese maravilloso equipo plavi, como los croatas Toni Kukoc y Dino Radja y los serbios Zarko Paspalj y Divac. Aquel terrible accidente en Alemania, cuando Drazen Petrovic no quiso regresar en avión con su selección y decidió viajar en coche con su novia (que acabó estrellando el vehículo contra un camión cruzado en la carretera, mientras Drazen Petrovic dormía sin el cinturón de seguridad puesto), acabó a los 28 años con una carrera que seguía creciendo y que le dirigía al Olimpo de los dioses de la canasta.
Porque Drazen Petrovic estaba obsesionado por ser el mejor, costara lo que costara. El talento se le escapaba en cada acción, pero su ética de trabajo y su inabarcable amor por el baloncesto le hacían más especial aún. «¿Mis aficiones? Solo el basket. Es mi vida y es jugando cuando me lo paso realmente bien», respondía Drazen Petrovic cuando se le preguntaba por sus gustos fuera del trabajo. De hecho, sus compañeros reconocían que con él solo se podía hablar de baloncesto, «no sabía demasiado del resto de cosas de la vida», decían.
Un reto, una superación
Practicaba hasta la extenuación cada movimiento, cada lanzamiento. Así alcanzó Drazen Petrovic un dominio perfecto del balón que le permitía bailar a su defensor con botes entre las piernas, por la espalda, mientras sacaba pícaramente la lengua (un gesto imitado por los niños en los patios de colegios de todo el mundo), y romperle a su antojo, imparable hacia la canasta. Además, perfeccionó un tiro demoledor desde cualquier distancia y en cualquier circunstancia (cuanto más tensa, mejor).
El miedo al fracaso no existía para Drazen Petrovic. Cuanto mayor era el reto, mayor era su esfuerzo por superarlo. Así fue desde que, con apenas quince años, debutó con el primer equipo del Sibenka. El paso al gran equipo yugoslavo, la Cibona de Zagreb, le catapultó al estrellato en Europa...y se granjeó la antipatía de buena parte del Viejo Continente. Con un carácter arrogante, insolente y engreído, y su impresentable comportamiento sobre la cancha en muchas ocasiones, Drazen Petrovic se ganó enemigos irreconciliables.
Poco le importaba. «Se pueden utilizar muchas armas para vencer, yo intento emplear el mayor número de ellas», explicaba Drazen Petrovic sin rubor. Es más, entraba en éxtasis cuando la situación se volvía más crítica, en las grandes ocasiones y en los escenarios más adversos. Como en Barcelona 92 cuando, tras una impresionante remontada y con el público en contra, fue capaz de anotar los dos tiros libres ante la CEI (la Comunidad de Estados Independientes, heredera de la antigua Unión Soviética) que permitieron a Croacia enfrentarse al Dream Team original en la final olímpica.
Mítica Recopa
Sabonis, derrotado y desquiciado en la final de la Copa de Europa que su Zalgiris disputó contra la Cibona, le consideraba «un ser despreciable». El Real Madrid tampoco le profesaba demasiada simpatía. Bestia negra en lo deportivo, sus burlas en la victoria llevaron a que Juanma López Iturriaga le llamara «niñato», entre otras muchas lindezas. Sin embargo, la obsesión de Ramón Mendoza por retomar el pasado dominio en Europa le llevó a cumplir con la máxima de unirse al enemigo cuando no se puede con él y fichó a Drazen Petrovic para el conjunto blanco, adelantándose a un torpe Barça, que descuidó su incorporación cuando parecía el destino del astro croata.
Pese a que firmó por cuatro años, Drazen Petrovic solo cumplió uno al declararse en rebeldía al final de su primera temporada para marcharse a la NBA. Pese a que los merengues perdieron en una polémica final contra los culés, aquella fue la Liga de Petrovic. Pero en esos meses, dejó una de las más grandes exhibiciones individuales que se recuerdan. En la final de la Recopa de Europa de 1989, sus 62 puntos anotados ante el Snaidero Caserta, en un irrepetible duelo anotador con el brasileño Óscar Schmidt Becerra -que logró 44-, le dieron al Madrid el título en la prórroga (117-113). Pero su individualismo en el encuentro hizo que la celebración resultara amarga para muchos de sus compañeros, ofendidos por el egocentrismo mostrado por Drazen Petrovic. Fernando Martín, que jugó con un dedo roto, era el que menos escondía su rabia. Pese a todo, el también malogrado pívot y Drazen se respetaban, unidos por el gen competitivo que compartían y les mantenía unidos por un fin común.
Fracaso y triunfo en la NBA
Los años en Portland fueron los más duros de la carrera de Drazen Petrovic. Fue incapaz de asimilar que ni su talento ni su esfuerzo obtuvieran la recompensa merecida en los partidos. Su sueldo millonario no hacía más que aumentar su angustia. El dinero no le hacía ser mejor, y volvió a afrontar la situación adversa como un nuevo desafío, aferrado a su espíritu indomable.
Pero ni eso bastó, por lo que pidió el traspaso a otra franquicia y cambió los Blazers por los Nets. Allí volvió Drazen Petrovic a disfrutar. Buscando la mejor adaptación, eliminó sus rizos y su cara de niño bueno y se transformó en un marine de físico musculado, pelo rapado y gesto desafiante. Hasta mejoró la defensa, su gran lastre, para aumentar su valor como jugador completo. En New Jersey Drazen Petrovic se convirtió en lo que ya era, el mejor tirador de la liga. Volvió a festejar las canastas con el puño cerrado o con los dos brazos en alto, recuperó la sonrisa y se atrevió a encararse con Michael Jordan para mostrarle su genio. Solo su ausencia en el All Star tornó la felicidad en desazón. Su inclusión en el tercer mejor quinteto del año justificaba los méritos para haber participado como una estrella más en el gran fin de semana de la NBA.
Pero el fatal accidente de tráfico sesgó la vida de Drazen Petrovic cuando ya era feliz y apuntaba a destinos más ambiciosos -su hermano, Aza, creía que podía haber fichado por los Knicks-. La noticia de su muerte conmocionó al mundo del baloncesto. Impresionaba ver a las más de 100.000 personas que acudieron a su entierro y a torres de más de dos metros llorando sin consuelo como niños mientras portaban el féretro de su ídolo y amigo.
En un tiempo en el que muchos jugadores se borran de campeonatos internacionales apelando a la sobrecarga de partidos, cuesta entender que Drazen Petrovic falleciera al regresar del Preeuropeo de Wroclaw (Polonia), al que Croacia acudía como un trámite por su superioridad sobre el resto.
Pero Drazen Petrovic era el capitán y el compromiso con su país y con su selección era inquebrantable. Tan inquebrantable como sus ansias por avanzar y convertirse en eterno. «Nunca conocí a nadie tan obsesionado con mejorar y ganar», reconoció Lolo Sáinz, su entrenador en el Real Madrid.