En un pasaje de un fantástico reportaje sobre la trayectoria de Messi desde que era un niño hasta la actualidad, conversan Valdano y Cruyff. Uno comenta acerca del astro argentino, cuando está sobre el césped: «Necesita cómplices cercanos». Y el otro asevera: «Amiguitos». No hace falta asignar la autoría de cada una de las reflexiones.
Viene al caso la observación porque esa es, probablemente, la única parte del fútbol que no ha entendido, o ha preferido obviar, Zlatan Ibrahimovic, un talento irreverente, descomunal, inimitable. «Si yo no fuese egoísta, sería un futbolista más, y yo no me considero un futbolista más». Así es como habla el delantero sueco de sí mismo.
En el Barcelona tuvo una oportunidad única de conseguir el éxito colectivo. Pero se sintió fuera de hábitat, según explicó en su autobiografía «Yo soy Zlatan». No congenió con Guardiola ni encajó en el vestuario azulgrana. De esa etapa comentó: «Nunca me ha gustado estar con tipos estirados. Prefiero los que se saltan los semáforos». Con ese discurso duró un curso.
El delantero sueco ha ganado infinidad de títulos nacionales. Y un par de ellos internacionales, con el Barça: la Supercopa de Europa y el Mundial de Clubes. Le falta una Champions, quizás porque siempre se ha conformado o empeñado en «ser diferente», sin importarle las consecuencias, sin reparar en que el fútbol es un deporte de equipo.
Al menos hasta la fecha, es más célebre por sus goles imposibles, muchos de ellos ciertamente excepcionales, que por su trayectoria. En París, en un PSG sobrado de individualidades, apura sus últimas opciones de ser diferente y conquistar un gran título, una ecuación que se le resiste hasta la fecha.
Lo que es seguro es que esta tarde merodeará el área del Real Madrid un delantero de vuelo majestuoso, de fútbol intuitivo, un genio encerrado en un chasis de 195 centímetros capaz de zigzaguear como un colibrí. Un jugador ciertamente diferente.