El fútbol genera lo que gasta. Falso. Sobre esa mentira se justifican sueldos, traspasos y contratos obscenos. Conviene no olvidar que cada cierto tiempo una recalificación urbanística, una vidriosa ayuda institucional o un concurso de acreedores son los que «cuadran» las cuentas. Por eso varios de los clubes europeos con mayores ingresos, ellos también, se declaran arruinados para justificar ahora que quieren competir en la Superliga con privilegios: tener plaza fija en la competición más atractiva, en la que otros deben ganarse su sitio; y llevarse además una porción mucho más grande del pastel de los ingresos audiovisuales que el resto de equipos que compitan, independientemente de los resultados que logren o las audiencias que generen. La jugada es redonda. Para ellos, claro.
Cuesta entender cómo los clubes más punteros de la industria del fútbol son también los más arruinados, justo en una época en la que los contratos televisivos riegan de millones sus cuentas de resultados. O quizá no sea tan difícil de comprender. Los presidentes viven en una continua escalada por dejar su huella, en forma de proyectos megalómanos para sus estadios, o en una alocada guerra de intercambio de cromos. Mientras la burbuja no pinche —y quizá no falta tanto para que lo haga, si los partidos son tan aburridos, como llora ahora Florentino—, ya vendrá otro luego que busque «fórmulas» para limar las deudas. Y ahí radica otra clave del golpe de los 12 clubes que lanzan la Superliga: el control externo, de ligas o federaciones, les molesta. Porque aquí mandan ellos.