España abrió la Eurocopa hecha un cuadro. Con Busquets aún fuera del grupo por coronavirus, le faltaba el intangible del liderazgo. En las áreas transmitía cualquier cosa menos seguridad. Y el equipo parecía una colección de jugadores notables sin un punto diferencial para rendir en un torneo grande. Pero tenía una idea, gobernar los partidos desde la posesión, creer en la filosofía que había guiado la mejor época de la selección y perseverar. Cada partido lo hizo algo mejor. Aunque contra Suiza notó el vértigo de los cuartos: creó menos peligro, se ofuscó contra un rival en inferioridad, sufrió en cada una de las jugadas a balón parado que siempre le ganaba el rival y hasta falló dos penaltis mal tirados. Pero no se puede decir que sea injusta la clasificación porque el mérito de la resistencia de Suiza no la convierte en mejor.
La España de Luis Enrique —que sigue estando a un abismo de la selección campeona de hace unos años— ya ha derribado un muro. La frontera clásica entre las decepciones y los torneos excepcionales. Llega sin nada que perder y le espera, ahora sí, un rival reconocido como uno de los mejores de la Eurocopa. Está a dos partidos del título y, pese a todo, nada es imposible.