Sergio Busquets debutó en el Barcelona de la mano de Guardiola en septiembre del 2008 y acaba de confirmar que esta será su última temporada en el Camp Nou. Se va de la misma manera que llegó y se movió a lo largo de estos quince años, sin hacer ruido y, lo que es más difícil, sin que nadie le discuta el reconocimiento. Tres lustros en los que ha sido titular con todos los entrenadores, en su club y en la selección.
Su padre fue portero a las órdenes de Cruyff, pero nunca se quiso parapetarse en el apellido. En el dorsal de su camiseta optó por poner su nombre, Sergio. Es tan discreto que lleva tatuajes y no lo parece, con mensajes escritos en árabe y en chino, quizás para no significarse de manera abierta. Y no porque sea de los que se esconde. Todo lo contrario. Nunca ha sacado pecho en los éxitos, y lo ha ganado absolutamente todo. Por contra, cuando han venido mal dadas, siempre era de los que estaba dispuesto a dar explicaciones.
No se retira del fútbol, pero si de los grandes escenarios. Y no pasará a la historia por una jugada extraordinaria o un gol de esos que se quedan grabados en al retina. Quienes más lo recordarán serán sus compañeros, porque a todos les ha hecho la vida más fácil. No es un atleta ni un ingeniero sobre el césped, pero tiene una cabeza privilegiada que le permite ver el fútbol con sencillez y anticiparse, leer los tiempos y generar ventajas para el grupo, sin perder el gesto afable. No es de los genios que frotan la lámpara, es de los que allanan el camino para que otros le saquen brillo.
En diciembre dijo adiós a la selección. Era el último representante del combinado nacional más brillante de la historia. Ahora está cerrando su etapa en el Barcelona. Es el último del equipo que deslumbró a las órdenes de Guardiola. Algo habrá tenido que ver Sergio Busquets, el mejor eslabón posible.