El fútbol no es el teatro. Hay aficionados que acuden al primero como si fuesen al segundo: quizá callados y reflexivos, pero sobre todo decididos a pasar un buen rato de ocio. Mientras algunos también se dejan llevar por el factor emocional, y el partido se convierte en un gimnasio donde se queman calorías y mala leche. Portugal goleó a Bosnia por 3-0 en Lisboa el pasado sábado. Allí, en el estadio da Luz, la casa del Benfica, Otàvio, jugador del Oporto, fue abucheado cuando saltó al campo. Como si el Bernabéu abroncase a Gavi en el próximo choque de la selección. La reacción de la grada ha provocado regueros de tinta en el país vecino, donde sus compañeros y el técnico Roberto Martínez han manifestado su indignación, mientras la Federación Portuguesa ha tildado el episodio como inaceptable, al tiempo que critica el fanatismo de algunos hinchas. «La falta de respeto, la clubitis, la división y la ingratitud deben ser condenadas y expuestas públicamente», ha declarado sin rodeos su presidente, Fernando Gomes.
Llueve sobre mojado en el combinado luso, pues el pasado marzo, precisamente en el estreno del nuevo seleccionador, triunfo por 4-0 frente a Liechtenstein, João Mario y Rafael Leão recibieron silbidos de la grada cuando entraron al campo en el estadio José Alvalade, feudo del Sporting de Portugal, precisamente el club de formación de ambos. Mario, tras una breve etapa en el Inter, ha acabado recalando en el eterno rival, el Benfica, y Leão fue condenado a indemnizar a su antiguo club con 16 millones de euros por su marcha al Milan.
Aquí, los estadios españoles caminan por la tierra quemada del racismo, cómplices de la situación que muchos futbolistas y Vinicius padecieron y sufren cuando el balón comienza a rodar. También en el fútbol, la libertad del aficionado termina donde empieza la del jugador, sea en el teatro o en el gimnasio.