
El deporte de competición se nutre de las ilusiones de ganar, aunque perder es lo más habitual. Dicen que la derrota enseña más que la victoria, como si el objetivo fuese el conocimiento, cuando la realidad es que nadie juega para perder. La historia la escriben los ganadores, pero estos no existirían sin los que caen. Ahí reside el valor de competir. Para que uno conquiste la medalla de oro hace falta que muchos otros se lleven, no ya las de plata y bronce, sino las de los últimos puestos de la clasificación, aquellas que nadie reparte, las que todos quieren evitar. Por eso, ganar, ganar y ganar es tan extraordinario. Casi una anomalía.
Esta semana, la actualidad deportiva llevó a sus titulares por razones muy distintas a dos grandísimos deportistas. George Foreman, uno de los mayores púgiles de la historia, falleció tras una increíble carrera de combates; además, en los Mundiales de atletismo, Armand Duplantis sumó su duodécimo oro en unos grandes campeonatos. El primero, legendario campeón de los pesos pesados, había colgado los guantes tras una trayectoria que se extendió de 1969 a 1997 y solo conoció cinco derrotas. Para el pertiguista, que ha saltado ya en más de un centenar de ocasiones por encima de los seis metros (la altura habitual en la que se asienta la ventana del segundo piso de una casa), la competición se ha convertido en un duelo contra su afán de superación, pues ha batido ya su propio récord mundial once veces hasta elevarlo a los 6,27 metros.
Ambos casos son tan irreales, que lo de menos son sus adversarios. Claro que Foreman se pegó con otras leyendas como Muhammad Alí o Joe Frazier, mientras Duplantis ha tenido que sudar en China para doblegar a un tal Karalis, pero ambos han forjado sus carreras de éxito contra sí mismos. Porque nunca se conformaron, porque el deporte no solo es ganar. Es competir mejor que nadie.