Pablo Iglesias se levantó ayer convencido de que iba a ser el protagonista del día. Su partido iba a materializar el sorpasso y recoger el fruto de una estrategia diseñada el 20D, que consistió en decir que quería pactar con el PSOE para hacer exactamente lo contrario con un objetivo: forzar nuevos comicios. Porque si algo se le ha dado bien a Iglesias y a su formación son las campañas. Pero mañana va a levantarse con un millón de votos menos y un sueño roto por los errores cometidos.
Primero pensó que podía engañar al electorado haciéndoles creer que buscaba un acuerdo de Gobierno con Sánchez cuando maniobraba para volar cualquier puente con el PSOE. Se olvidó de que los ciudadanos no son números, y quieren soluciones.
Pensó también que la suma de los votos de IU, pese a la humillación a la que sometió a los candidatos de esta formación en el diseño de las listas, le permitiría superar al PSOE. Se olvidó de que en política dos y dos no son cuatro. Pensó que podía desoír las advertencias que le hizo Errejón, partidario de las confluencias regionales pero contrario a la unión con IU, pero olvidó que el líder de una formación que «escucha a la gente» no puede ser autoritario e intransigente, como demostró cuando degradó por estas y otras desavenencias al que había sido hasta entonces su comandante en jefe.
Pablo Iglesias tiene buena parte del mérito de que Podemos haya llegado en dos años a convertirse en una formación de referencia en el Parlamento español. Pero también es responsable de un buen puñado de errores cometidos en los últimos tiempos, derivados en buena medida de lo que su amigo Monedero definió como uno de sus grandes defectos: su soberbia. Y ayer pagó por ello.