Es un pragmático que maneja como nadie el reloj y supera todas las adversidades a base de calma y escepticismo
30 oct 2016 . Actualizado a las 09:17 h.«En España -y os lo digo, alteza, porque sois joven y español- el que resiste, gana». El 29 de octubre de 1987, Camilo José Cela se dirigió en esos términos al entonces heredero al trono en el arranque de su discurso de recepción del premio Príncipe de Asturias de las Letras. Casi 30 años después, Mariano Rajoy (Santiago, 1955) podría recordarle a Felipe VI, cuando jure su cargo ante él, aquellas palabras que le dedicó el genio de Padrón, pero referidas a sí mismo. Será muy difícil encontrar un español al que le cuadre mejor la máxima del Nobel fallecido.
Cuando el pasado 20 de diciembre el recuento de las papeletas confirmó que el PP había perdido 63 escaños respecto a los 186 que tuvo en el 2011 -una tragedia electoral solo superada por los 157 que se dejó la moribunda UCD de Adolfo Suárez en 1982- muy pocos apostaban un euro a que Rajoy juraría de nuevo como presidente del Gobierno. Ni siquiera en su propio partido. Ciertamente, confiar en que alguien que ha sufrido semejante varapalo lo consiguiera, además en pleno juicio del caso Gürtel, era algo que resultaba temerario. Pero no lo era tanto para un hombre cuyos cuatro mandamientos declarados en política son estos: «paciencia, sentido del humor, espíritu deportivo y sentido de la indiferencia».
El mazazo del 2004
Con semejante equipaje, Rajoy ha vuelto a hacer lo que ha hecho a lo largo de toda su vida política: resistir y sobreponerse a adversidades que habrían acabado con la carrera de cualquiera. En el 2004, se aprestaba a heredar cómodamente la presidencia del Gobierno de manos de José María Aznar cuando el mayor atentado de la historia de España cambió su destino y lo situó de golpe en un puesto en el que nunca se encontró cómodo: el de jefe de la oposición. «Habrá que resistir cuatro años», pensó Rajoy. Pero, para su sorpresa, aquel Zapatero al que siempre consideró un rival menor y un presidente accidental conectó con los españoles y vendió con descaro su talante. Frente a eso, Rajoy no supo librarse de la negra sombra de Aznar. Fue visto como un señor enfadado y pesimista. El resultado: una nueva derrota frente a Zapatero en el 2008.
Otro habría entregado la cuchara, pero cuando todos en su partido le preparaban ya la caja de pino y había codazos para ocupar su silla, decidió que iba a seguir dando pedales. Y esta vez lo intentaría a su manera. A lo Rajoy. Sin sangre, con tiempo y sin levantar la voz, liquidó uno a uno a quienes se habían alzado contra él y jubiló a toda la vieja guardia de Aznar, salvo a Javier Arenas, con el que forma desde siempre una extraña pareja. Limó sus asperezas, centró su perfil, abandonó los discursos grandilocuentes y las chaquetas cruzadas. Y, con la ayuda de un Zapatero al que desnudó la crisis, se plantó en el 2011 en el balcón de Génova con una victoria incontestable: 186 diputados, el mayor triunfo de la historia del PP. Una de sus íntimas satisfacciones es haber superado al propio Aznar.
Un presidente en apuros
A la edad a la que otros se jubilan, él emprendía el período más apasionante de su vida. Siempre pensó que ser presidente sería más sencillo que liderar la oposición. Pero pronto comprobó lo equivocado que estaba. Heredó un barco descuadernado en medio de una tormenta y un país a punto de ser intervenido. Hasta en el PP le recomendaban que pidiera el rescate. Pero la respuesta, una vez más, fue resistir. A toda costa. Eludió esa losa que lo habría sepultado. Pero a qué coste. Subió los impuestos en contra de lo que había prometido y aplicó los mayores recortes de la historia de España. Su valoración cayó por los suelos.
Y en el 2013, cuando pensó que estaba levantando cabeza, llegó otro mazazo cuado se hizo público el que quizás haya sido el mayor error de su carrera: un cruce de mensajes con Luis Bárcenas que demostraba su cercanía con un hombre sobre el que pesaban ya gravísimas acusaciones. Aquel diálogo finalizaba en enero del 2013, con Bárcenas a punto de entrar ya en prisión, con un «Luis, sé fuerte». Salir vivo de aquello se antojaba misión imposible. Se llegó a dar por hecha su dimisión. Pero ¿qué hizo Rajoy? Resistir. Le ayudó el hecho de que, adversarios de verdad y con poder en el PP, no le quedaban. Si el general Narváez confesó en su lecho de muerte que no podía perdonar a sus enemigos porque los había matado a todos, Rajoy no tenía (ni tiene) enemigos a los que enfrentarse en su partido, porque a todos los ha liquidado. Así consiguió, contra viento y marea, ser candidato a la presidencia por cuarta vez en el 2015. Ganó. Pero los números no salían. Y entonces, al borde ya del abismo, el mago ejecutó su número final. El que dejo atónitos hasta a sus más cercanos. Rechazó el encargo del rey de presentarse a la investidura y escapó así de aquella jaula como un Houdini de la política. Sabía que, de acometer aquella tarea suicida, todo estaría perdido. A partir de ahí, le ha bastado ponerse de perfil y resistir, (¡otra vez!) todas las presiones de quienes le pedían que dejara paso a otro candidato del PP, para ver como Pedro Sánchez se despeñaba, el PSOE se abría en canal y los socialistas le llevaban en volandas, gratis, y casi a su pesar, hasta la Moncloa.
Ahora se enfrenta a su prueba más difícil. Sobrevivir con un Gobierno en minoría y en unos tiempos que ya no son los suyos. Rajoy es un político a la vieja usanza, que mira con escepticismo y casi divertido los modos y maneras de la nueva política, incluso en el PP. Para alguien que reconoce que en Twitter y las nuevas tecnologías está pez, la experiencia lo es todo en política. Y a él desde luego no le falta.
Todo el escalafón
En la Administración, ha recorrido entero el escalafón. Ha sido ya presidente del Gobierno, vicepresidente y ministro cinco veces: de Administraciones Públicas, Educación, Presidencia, Interior y Portavoz del Gobierno. Fue diputado autonómico, nacional, vicepresidente de la Xunta, concejal por Pontevedra, presidente de la Diputación... Lleva 35 años ocupando un cargo público. Y, sin embargo, en el fondo, sigue siendo un enigma. Más allá de ese currículo interminable y de sus inauditos alardes de resistencia, ¿quién es Rajoy? Pocos son los que pueden responder con seguridad a esa pregunta porque, detrás de ese aire de campechanía que se gasta y de ese personaje del señor de Pontevedra que se ha construido -y que algunos incautos han llegado a creerse-, hay un hombre con más capas que una cebolla, en cuya mente resulta muy difícil penetrar. Presume de gallego y alimenta el tópico. Jamás da la respuesta concreta que su interlocutor espera. Ha hecho del depende una marca de la casa.
Con esa coraza, y dominando el difícil arte de disimular el triunfo, se ha convertido ya en el Andreotti español. Quienes lo conocen, algunos incluso rivales, aseguran que, en el fondo, está más dotado para la negociación que para gobernar con el rodillo, que es lo que ha hecho hasta ahora. Rajoy es en realidad un pragmático. Un hombre con alergia al conflicto, muy proclive al diálogo y al acuerdo, que prefiere siempre a la imposición. Es rápido en el análisis y en sacar conclusiones. Pero prefiere escuchar antes que apabullar. Y solo decide cuando es imprescindible y tiene todas las bazas en la mano. Dispone de una memoria de elefante con la que le gusta epatar a quien lo escucha, lo mismo que con sus conocimientos enciclopédicos sobre deportes. En la distancia corta, es en principio un hombre extremadamente cortés, aunque detrás de su mirada miope se adivina una indiferencia algo altiva y una acusada desconfianza hacia todo aquel que no forma parte de su círculo. Para quienes ingresan en esa orden, ofrece sin embargo el perfil de un tipo divertido y socarrón, al que le gusta mucho estar con sus amigos, que conserva desde sus tiempos de estudiante.
Rajoy afronta la complicadísima etapa que comienza hoy con ese mismo espíritu deportivo con el que se toma la vida. Sale a jugar el partido de esta legislatura. Y, si no hay forma de ganarlo, se guarda la baza de convocar unas nuevas elecciones. Sería la sexta vez que es candidato a la presidencia del Gobierno. Resistir. Resistir por encima de todo.