Tras la fuga de cerebros como Francesc de Carreras, el líder de Ciudadanos culmina una purga interna que lo aleja sin retorno de sus principios fundacionales
04 ago 2019 . Actualizado a las 08:47 h.En julio del 2006, en el congreso en el que nació Ciudadanos, un jovencísimo Albert Rivera (Barcelona, 1979) fue elegido por sorpresa como presidente del nuevo partido. Y se aferró al cargo con tal ahínco que la formación y el líder han pasado a ser una misma cosa. Cs es, hoy por hoy, Albert Rivera. Sin contrapesos. Ni siquiera Inés Arrimadas, la portavoz en el Congreso y el rostro visible de la oposición en Cataluña a los desvaríos secesionistas de Puigdemont y Torra, osa hacerle sombra. Y en los últimos tiempos, contagiada por el argumentario de su jefe de filas, ha perdido la frescura de la brillante diputada del Parlamento catalán para adoptar ese tono robótico al que nos tiene acostumbrados la presunta nueva política.
Pero el niño mimado de la prensa madrileña -el favorito del Ibex 35, según le acusaban desde Podemos- ya no es aquel campeón de la Liga de Debate Universitario que irrumpió en la política catalana con un cartel electoral en el que aparecía desnudo tapándose con las manos cruzadas la entrepierna.
Este ya no es Albert. Es un Rivera obsesionado por convertirse, a cualquier precio, primero en el líder de la oposición en España y, con el tiempo, en el inquilino de la Moncloa. Por eso ha emprendido un nuevo rumbo hacia la derecha, en el que ha arrastrado al partido, alejándolo definitivamente de sus principios fundacionales. Del ideario con el que se presentó al mundo Ciudadanos ya solo queda una de las patas del trípode: el discurso antinacionalista, porque tanto las tesis socialdemócratas como las liberales han sido calcinadas.
¿Qué fue de la regeneración?
Tampoco resulta creíble su discurso sobre la regeneración, ya que a Ciudadanos no le ha temblado el pulso a la hora de pactar con los partidos que representan los dos mayores focos de corrupción de la historia reciente del país: el PSOE andaluz (al que apoyó hasta las últimas autonómicas) y el PP madrileño.
Sus últimas alianzas con el Partido Popular han desnudado otra de las contradicciones en las que vive Rivera. Insiste en que nunca ha alcanzado acuerdos con una fuerza como Vox, pero la cruda realidad es que, a pesar de los malabares dialécticos con los que intenta ocultarlo, Ciudadanos ya ha pactado a tres bandas en Madrid, Murcia y Andalucía. Estos coqueteos con Santiago Abascal le han costado una seria reprimenda de sus socios en el Grupo Liberal del Parlamento Europeo, que han mostrado su honda preocupación por estos «acuerdos con la ultraderecha».
En esa pelea en el barro por ocupar el liderazgo de la derecha, Rivera y sus dos compañeros de viaje han dejado libre todo el centro político al PSOE, que en los comicios del 28A ya cosechó en este caladero un importante número de votos. Y eso que los electores no habían tenido la oportunidad de contemplar todavía cómo Ciudadanos culminaba su volantazo a la derecha con una purga interna en la que Rivera ha liquidado a los pocos críticos que quedaban en el partido tras la fuga de cerebros que protagonizaron voces tan significativas como Francesc de Carreras, Toni Roldán, Francisco de la Torre o Xavier Pericay.
El presidente de Ciudadanos ha enviado a galeras al economista Luis Garicano, desterrado a Bruselas por promover una consulta interna en la que se analizó una hipotética abstención frente a la postura oficial de votar contra la investidura de Sánchez. Fernando Maura, que apoyó la propuesta, acaba de ser expulsado de la dirección del partido e incluso Orlena de Miguel, que simplemente se abstuvo, también ha sido fulminada. Al concluir la reunión de la cúpula, Rivera lanzó un mensaje claro: «En Ciudadanos hay democracia interna, pero también tenemos que remar todos en la misma dirección». La nueva versión de la máxima de Alfonso Guerra cuando dirigía los engranajes del PSOE: «El que se mueve no sale en la foto».
Adiós a la coalición más estable
El mismo Albert Rivera que en el 2016 había llegado a un pacto con Pedro Sánchez para un Gobierno que no salió adelante porque Podemos prefirió a Rajoy, ha rechazado ahora cualquier posibilidad de sumar sus 57 escaños a los 123 del PSOE para formar un Ejecutivo de centro con una holgada mayoría absoluta (180 diputados). Incluso se niega a acudir a las citas con el presidente en funciones. Una falta de responsabilidad y de sentido de Estado que dejó patente en el tono acelerado y faltón con el que se dirigió al candidato en el debate de investidura, refiriéndose constantemente a la «banda de Sánchez». Además de una oportunidad perdida de llegar al Gobierno, ha volado todos los puentes con el PSOE de cara al futuro.
¿Adónde le conducirá esta estrategia? Según el reciente barómetro del CIS, de junio a julio ha pasado de ocupar la segunda posición en intención de voto (con un 15,8 %) a caer hasta la cuarta plaza (12,3 %) por detrás de PSOE, PP y Podemos. En su epicentro histórico, Barcelona, el CEO -el «CIS catalán»- tampoco augura vientos favorables. Si hay comicios en otoño, un partido descabezado y abandonado a su suerte por los antiguos líderes descendería del primer al cuarto puesto en el Parlamento de Cataluña.