Si el ajedrez es una metáfora de la vida, el enroque es la jugada más defensiva. Su único objetivo es proteger a la pieza principal amontonando piezas en una esquina del tablero para esperar a ver cómo se despliega el adversario y evitar ataques. Para llevar a cabo ese enroque hacen falta un rey al que proteger -Pedro Sánchez o Pablo Iglesias- una torre y tres peones. Pero, para ejecutarlo de forma eficaz, antes hay que mover un montón de piezas.
Ni Sánchez ni Iglesias tienen nada que ver con los míticos Fischer y Spassky. Tampoco con los más modernos Karpov y Kasparov. La política española ha devenido en un enroque eterno en el que, aprovechando (como Albert Rivera) que en agosto nunca pasa nada, nos encontramos a las puertas de una nueva disolución de las Cortes y otras elecciones generales el 10 de noviembre.
Como en el ajedrez, el reloj apura los movimientos. En el nudo de la partida, los contendientes se toman todo el tiempo del mundo para decidir sus pasos. Cuando las manecillas aprietan, aparecen las prisas, las precipitaciones y los errores. Sánchez e Iglesias llevan enrocados desde el 28 de abril y tiene pinta de que seguirán en sus respectivas posiciones al menos otro par de semanas.
El PSOE ha elegido el desgaste como táctica para imponer el Gobierno en solitario a Podemos. El partido morado ha pisado a fondo el acelerador para lograr algunos puestos en el gabinete que le permitan rearmarse, reducir el ruido interno y lograr la visibilidad de su proyecto sin que los socialistas se beneficien de sus planes estrella. La táctica de esperar al último minuto ya fracasó con estrépito en julio. Pero los estrategas de los dos partidos están dispuestos a repetir la apertura. Las tablas, esta vez, convierten en perdedores a los dos. Y a todos los españoles.