La meteorología jugó un papel fundamental en el desenlace de conflictos que, con otros finales, hubiesen modificado la historia. Napoleón fue uno de los grandes afectados, en la batalla de Waterloo
21 jun 2015 . Actualizado a las 05:00 h.En el capítulo que Víctor Hugo dedicó a la batalla de Waterloo en Los Miserables se puede leer «si no hubiera llovido el 17 de junio de 1815 el porvenir de Europa hubiera cambiado». Antes de esa fecha habían transcurrido aquellos históricos Cien Días, los que tardó Napoleón en abandonar su exilio de la isla de Elba hasta situarse otra vez al frente de Francia «El objetivo de Napoleón en Waterloo era derrotar por separado a los aliados, en concreto a los ingleses y prusianos que le amenazan por el norte. Para ello tenía que mantener separados a ambos ejércitos», comenta Marcos Valcárcel, profesor de Geografía de la USC. Y así lo hizo. La tarde anterior a la contienda todo transcurría según sus planes y se congratulaba por ello. Hasta que cayó la noche y comenzó el diluvio. «En la carta sinóptica se aprecia un centro de bajas presiones en el sur de Inglaterra con un frente frío llegando al escenario de la batalla. Dejó lluvias y una bajada de las temperaturas» explica el meteorólogo Juan Taboada. La acumulación de agua alcanzaba los tobillos de los soldados y el frío se pegaba a los huesos. No eran unas condiciones habituales para la época del año. Claro que en 1815 la meteorología se había vuelto medio loca tras la explosión del volcán Tambora, en Indonesia. «El Tambora es un estratovolcán, como el Teide, explosivo y con lavas ácidas muy densas que taponan la salida y originan una presión que termina por reventar como una botella de champán. Antes de la erupción medía más de 4000 metros y ahora solo 2850. El resto se fue a la atmósfera», precisa Valcárcel. «Es imposible establecer una relación con rotundidad, pero sí es cierto que las cenizas llevarían en aquel momento un par de meses en la estratosfera y podrían haberse extendido por el globo y ocasionar la presencia de áreas frías que alimentarían borrascas como la de aquel 17 de junio» añade Taboada. Al amanecer del día 18, el panorama era desolador. Algunos de los soldados que se habían dormido fallecieron por hipotermia y los que no, estaban agotados tras una noche de obligada vigilancia. Incluso el propio Napoleón había pasado una mala noche y se encontraba indispuesto. Cada minuto que pasaba era clave para evitar la unión de ingleses y prusianos en el espacio y el tiempo. Pero los caminos estaban inundados y dificultaban el tránsito de la caballería pesada y el resto de las tropas, unos ochenta mil hombres. Así que el emperador decidió esperar un par de horas. Sobre las once de la mañana, con el suelo todavía mojado, Napoleón lanza el ataque contra los ingleses. A diferencia de todas las batallas que había librado con anterioridad y en las que estuvo físicamente presente, su estado de salud le obligó a ausentarse.
Con todo, los franceses llegaron a dominar la primera fase de la batalla, algo que rápidamente supo apreciar el mariscal Ney, que estaba al mando. Así que no tardó en aconsejar a Napoleón que enviase a la Guardia Imperial, que esperaba órdenes para intervenir. La idea era lanzar un ataque con todo y acabar con los ingleses dirigidos por el duque de Welligton. Pero no ocurrió nada de eso. Napoleón, enfermo, permanecía impasible dentro de una posada convertida en cuartel general. Con el paso de las horas los ingleses ganaron terreno, para indignación de Grey, que no daba crédito al desarrollo de los acontecimientos.
Y entonces entró en escena el ejército prusiano. Otro contratiempo que no estaba en el guion pero que surgió a causa del retraso, esperando a que los caminos estuviesen secos. Napoleón reaccionó y envió al resto de las tropas, aunque era demasiado tarde. El desenlace estaba ya escrito. El emperador reconoció su derrota, regresó a París y se rindió. Después pasaría el resto de sus días en la fría y húmeda isla de Santa Elena.