Un amigo me pregunta con sorna si en ese viaje a Nueva York del que hablé el domingo pasado en esta columna, no había visto cosas positivas que me pudiesen compensar el mal café que allí se sirve, con su vaso y cucharilla de plástico, a cuya impresión parece que no logré sobreponerme. Como sé que su comentario tiene guasa, ya no le explico que lo que yo pretendía era valorar esos «placeres veniales» que disfrutamos en la vida diaria, y darles la importancia que se merecen. Pero aprovecho su comentario para explicarle que, al margen del café infumable, claro que me gustó la ciudad. Y por dos razones, en apariencia contrapuestas: por el culto a la grandiosidad, y por lo contrario: por la atención a lo pequeño que tiene valor histórico. De entrada, te sorprende y te apabulla: los rascacielos que se suceden en las avenidas y en las calles de Manhattan tienen una belleza en su mismo diseño que va mucho más allá de su grandiosidad. Pero aprovecho para incidir en el otro aspecto, más pequeño y sutil, que a mí me dejó impresionado, quizá por la poca consideración y nulo respeto histórico que se ha tenido entre nosotros con las construcciones de épocas anteriores. En nuestras ciudades y pueblos se han cometido auténticos atentados contra el patrimonio popular y el buen gusto arquitectónico. Le cito casos de juzgado de guardia, que han quedado en la mayor impunidad y, casi lo que es peor, entre la absoluta indiferencia ciudadana. Ejemplos, a cientos y conocidos por todos, en las ciudades y en cada uno de nuestros pueblos. Somos campeones en maltratar el pasado, en descuidar la pervivencia noble de las cosas antiguas.
Pues bien, de esta «desfeita» que se llevó a cabo, con rigor y sin descanso, entre nosotros (en el resto de España ocurrió algo parecido o peor: véase la costa mediterránea), yo empecé a ser consciente cuando visité algunas ciudades europeas, cuidadas con mimo por sus gobernantes y vividas con orgullo por sus ciudadanos. Y no hay que ir muy lejos: basta con darse una vuelta por los pueblos norteños del interior de Portugal para ver el contraste y la notable diferencia con los nuestros. Por todo esto, me sorprendió muy positivamente que una ciudad tan moderna y futurista como Nueva York conserve tantos lugares que nos hacen sentir, también, la presencia del pasado. No es difícil encontrar algunas calles silenciosas en las que la vida transcurre con la armonía y lentitud de otros tiempos, con una modesta ferretería aquí, con una zapatería de antes allí, con una tienda de ropa al por mayor o una austera sinagoga, que nos recuerdan a los judíos de los barrios pobres que aparecen en algunas novelas de Truman Capote o de Mario Puzo. Llama la atención que, en una ciudad en la que están algunos de los museos más modernos del mundo (el Guggenheim, el MoMA, por citar solo dos), mantengan con sumo cuidado lo que llaman tenements, los sórdidos edificios donde se hacinaban los emigrantes recién llegados a América. Ahí siguen, con sus paredes oscuras de ladrillo barato, sus balcones de hierro y sus típicas escaleras de incendios, como testigos de una época dura y gris (para vergüenza, ahora, de Trump y sus teorías sobre la emigración…). Con esta perorata no sé si convencí a mi amigo de que Nueva York es mucho más que un mal café en vaso de plástico, pero al menos a mí me sirvió para escribir este artículo.