Quién no ha soñado alguna vez con viajar al pasado, con retroceder en el tiempo hasta poder ver un mundo que ya no existe? A mí, si me disculpan la confidencia, lo que no me gustaría es viajar al futuro. Pero contemplar el pasado, sí. ¡Vaya si me gustaría...! Y cuando digo esto no estoy pensando en la construcción de las grandes pirámides de Egipto, ni en el nacimiento de la muralla China, ni en el primer viaje de Colón a través del Atlántico. Aunque por supuesto que querría, por encima de cualquier otra cosa, poder contemplar el rostro de Jesús de Nazaret, y verle a él caminando entre los suyos, y escuchar su voz. Pero no me atrevo a pedir tanto. Me conformaría con un milagro bastante más sencillo: con ver cómo era, antes de que nosotros llegásemos al mundo, esta Galicia do Norte nuestra, que es toda ella como una Última Bretaña. Me bastaría con poder mirar a los ojos a quienes nos precedieron. Daría casi cualquier cosa por saber qué aspecto tenían los que enterraban a sus muertos en las mámoas del monte Marraxón, donde muy hermosa es la noche bajo las estrellas; y por conocer a los habitantes de castros como los de Orra, Perlío, Lobadiz o Esmelle. También me gustaría conocer a aquellos primeros cristianos bretones (o britones, o britanos, como ustedes prefieran...) que, entre los siglos V y VI, huyendo de la persecución, abandonaron las Islas Británicas, y que, a diferencia de la mayor parte de sus hermanos -que se asentaron en la Armórica de Francia, cuyo actual nombre, Bretaña, guarda su recuerdo y el de su lengua-, navegaron hasta nuestras costas, trayendo consigo a obispos como el legendario Mailoc, para asentarse en lugares como el Bertón de Ferrol y la Bertoña de A Capela antes de seguir extendiendo su fe y su presencia hacia las tierras de Miranda y a las del occidente de Asturias. Puestos a pedir, y si de viajar al pasado se trata, también me gustaría poder visitar ese monasterio de San Salvador de Pedroso del que, excepción hecha de los documentos, nada queda -aunque al menos sabemos, gracias a las investigaciones de don Enrique Cal Pardo, que su templo debía de parecerse mucho a la basílica de San Martiño de Mondoñedo-. Y me gustaría saber cómo era Caaveiro cuando aún tenía dos iglesias y estaba habitado por canónigos agustinos; y cómo sonaba el canto gregoriano en Monfero; y cómo era, de verdad, aquel Fernán Pérez de Andrade que hacía cocer pan blanco para todos allí por donde pasaba; y cómo fueron las batallas en las que los irmandiños cercaron las fortalezas de la tiranía; y qué tal persona era Antonio de Guevara, el prelado franciscano y maravilloso escritor al que Cervantes cita en el prólogo del Quijote. El autor de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, que, como ustedes saben, tras haber sido predicador y también cronista en la corte de Carlos V, murió siendo obispo de Mondoñedo. Ya puestos a soñar, también me gustaría ver cómo era aquel louseiro que en el siglo XVIII vino caminando desde Forcarei, en la provincia de Pontevedra, hasta Santa María de Labrada, en las puertas de la Terra Chá luguesa, y que tras haber gastado dos pares de zuecos por el camino y de pasar después el verano reparando tejados de losa, ya se quedó allí, en A Paderna, que hoy forma parte del municipio de Guitiriz, donde se casó y donde construyó una casa que aún se conserva. La casa de la que vienen los míos, por la parte del primer apellido que tengo. Me habría gustado verle colocar la losa a aquel señor. Quiero imaginar que al final le fue bien en la vida, y que pudo tener un caballo, por lo menos.