Ahora mismo no consigo recordar si les hablé alguna vez de ellas —si no lo hice, al menos tuve intención de hacerlo—, pero el caso es que cada noche, cuando regreso a casa, paso junto a unas piedras labradas que ahora, salvadas de la completa destrucción que tantas veces trae consigo el paso del tiempo, son, en más de un sentido, una puerta y una ventana abiertas a un pasado que no vimos, una invitación a soñar un mundo que se ha ido desvaneciendo.
Esas piedras, que en este siglo nuestro se alzan en el corazón de un parque, junto al río Cádavo, proceden de una casa con tejado a cuatro aguas que ya no existe, y que yo todavía recuerdo bastante bien. Pero, evidentemente, no debió de ser aquel, tampoco —aquella casa de la que les hablo, quiero decir—, su emplazamiento original, ya que, como salta a la vista, antes tuvieron que pertenecer a otro tipo de construcción —¿tal vez alguna pequeña capilla de la que ya no guardamos memoria...?, ¿a ustedes qué les parece...?—, de la que ojalá algún día podamos saber algo. Más allá de las metáforas, las piedras, talladas en un granito que parece un canto a la eternidad, pertenecieron, efectivamente, a una ventana y a una puerta. A una puerta que, además de estar coronada por un arco conopial precioso, conserva, en las jambas, los poderosos anclajes de lo que debieron de ser unas bisagras de más que considerable tamaño: el último vestigio de unos herrajes que protegían la entrada de algo muy querido. Y a una ventana coronada, a su vez, por una cruz de los caballeros sanjuanistas, a cuyos lados hay dos leones (porque son leones, ¿no?, aunque otras veces, al mirarlos, me parecen lobos...) rampantes.
No dejo de preguntarme, como antes les decía, de dónde procederán, de verdad, esas piedras, que por un lado se abren al fondo de las edades y por otro alientan nuestras propios sueños. Pero lo que me pregunto, sobre todo, es qué manos las labraron.
¿Serían talladas por las mismas manos que labraron la lauda sepulcral de un Andrade menor que todavía se conserva junto a la iglesia parroquial de Perlío?
Hace unos días, el profesor Martinho Montero Santalha y yo fuimos juntos, precisamente desde Perlío, a los actos que se celebraron en Mondoñedo —en la catedral y en el Seminario de Santa Catalina— en memoria de monseñor Cal Pardo, uno de los grandes medievalistas españoles. Unos actos, todo sea dicho de paso, preciosos. En la basílica tuve la impresión, más de una vez, de que don Enrique (Cal Pardo), aunque no pudiésemos verlo, estaba allí de nuevo.
Mientras atravesábamos la Terra Chá, tras pasar por Escandoi y por las tierras del Eume, Martinho me hablaba de su infancia en Cerdido y de su juventud en Roma, donde fue alumno de la Universidad Gregoriana. Cuando estábamos llegando a Mondoñedo, tras pasar por el Alto da Xesta, me contó que, siendo él seminarista, conoció en San Andrés de Teixido al legendario cura Miragaya, que en tantos sentidos fue un gigante.
Tengo que volver a Teixido pronto. Y, sin prisa pero sin pausa, ir pensando ya en escribirles a los Reyes Magos. No para pedirles nada, que no se trata de eso, sino para decirles que me acuerdo siempre de ellos.