Cuando yo era el niño del que desciendo, se decía que en una de las mámoas que han sobrevivido al paso del tiempo en los montes de Marraxón, esos montes que cada tarde le regalan al mundo uno de los espectáculos más bellos que existen (hablo, como ya habrán imaginado, de la puesta del sol vista desde lo alto del Coto do Rei, donde a veces dan ganas de aplaudirle al cielo), vivía un ser mágico: un ave, dotada de cualidades prodigiosas, que custodiaba un tesoro formidable. Por lo que explicaban los expertos en la materia, tenía el pico colorado. Y, en contra de lo que cabría suponer, sus plumas no eran exactamente una sinfonía de colores, sino algo bastante más discreto, que le permitía camuflarse entre la vegetación cuando no quería que nadie la viese. A mí, que sin embargo era muy amigo de las grandes verdades, como la existencia de los Reyes Magos, todo aquello me sonaba un poco extraño. No obstante, tenía muy en cuenta lo que tantas veces había escuchado: que si se aparecía había que gritarle, sin perder ni un segundo, tu mayor deseo, para que pudiese otorgártelo.
El caso es que una tarde, en medio del camino que va desde Bullo hacia A Curveira, surgió el milagro. Allí estaba el ave. Su plumaje era más bien pardo, efectivamente. Pero poseía, eso sí, un precioso pico colorado. Entonces, casi susurrando, le dije: «Un mádelman dos que van pola neve». Y aún tuve fuerzas para añadir: «E un tren que ande».
(No sabía que aquella era otra ave distinta, una perdiz, porque nunca había visto una antes. Pero el mádelman llegó por San Ramón. Y el ibertrén unos meses más tarde).