Este mediodía cuando iba conduciendo por A Malata con las prisas propias de una madre que intenta llegar a todo y piensa que no llega a nada, tuve que detenerme unos minutos antes de una rotonda debido a lo que parecía un accidente de tráfico. Cuando levanté la vista y me fijé en el coche que había justo delante de mí, me invadió una sensación de nostalgia tan bonita como dolorosa.
El turismo en cuestión que llamó mi atención era un Seat Panda, aquel coche que se hizo famoso en los años ochenta y que luego tuvo un primo llamado Seat Marbella. Mi madre tuvo dos Panda y un Marbella, y en esos coches pasé toda mi infancia yendo de clase a inglés, de inglés a casa, de casa a pintura, de pintura a clase, y así podría seguir infinitamente.
Me acuerdo que el Panda me parecía por aquellos tiempos, en los que apenas levantaba un metro del suelo, un «peazo» de coche, grande y espacioso, donde mi hermano y yo lo mismo nos comíamos el bocadillo de mortadela que nos tumbábamos a leer, o a lo que se prestase. Porque por aquellos tiempos, no íbamos atados y el movimiento en el asiento de atrás era libre. Algo impensable hoy en día.
Aquel turismo grande y espacioso que marcó mi infancia y que se plantó delante de mis ojos treinta y pico años después, me pareció de juguete, pequeñito y endeble.
Y me pregunté cómo había sido capaz de aprender a conducir en semejante bólido, en el que me sentía segura y confiada porque tenía un sistema tan rudimentario que nunca se me «calaba». Montada en mi SUV urbano deseé con todas mis fuerzas volver a aquellos viajes con mi madre en el «pandereto».