El pasado jueves conocí a la nieta de unos amigos que pasa en Ferrol sus vacaciones. Se me ocurrió preguntarle si le gustaba nuestra Semana Grande (inexplicable error por mi parte). Me respondió, con convicción y una firmeza algo crítica, que no era una Semana Grande sino la Semana Santa. Porque salían a la calle, en sus tronos, Jesús, la Virgen y los santos para recordar que Cristo murió y resucitó. Me disculpé por mi error y le di las gracias por elegir Ferrol para celebrarla (sus abuelos me contaron que no falta ni un año). Me emocionó lo que creo fue su mensaje: llamar a las cosas por su nombre… Los niños dicen la verdad, sea o no políticamente correcto, expresión que les es ajena. Y es fruto de la cobardía de quienes prefieren la equidistancia, que no compromete a nada. Y aceptan que se borre o desfigure el valor y el sentido de tradiciones que molestan a los apóstoles de un mundo sin más referentes que la conveniencia egoísta con rentabilidad inmediata. Pero creo que lo peor ha pasado. Y Ferrol es un ejemplo. No se nos olvidan los tiempos en que el Concello, a través de la concejalía de Cultura, negó el Jofre para el pregón de la Semana Santa. Pero, año a año, la fe, el trabajo, la determinación y el arte (no se pierdan la belleza de los detalles: los bordados, los adornos florales...), han conseguido hacer el milagro de tener una Semana Santa referente de excelencia. Este año me quedo con los pies descalzos de los cofrades, castigados por la lluvia sobre el empedrado, y con el brillo de los ojos de quienes, por vez primera, escoltaron a la Dolorosa o a San Juan y vieron lágrimas de emoción en los ojos de los abuelos que soñaron este día.