Todo es cuestión de matices, claro. Sin ir más lejos, estoy acordándome de que, hace años, a uno de los mejores atletas españoles de todos los tiempos le escuché decir que éxito y triunfo no son sinónimos. «En realidad, no tienen nada que ver —comentaba—. Haber logrado el éxito es que te aplaudan: pero los aplausos no se comen. Triunfar —recalcaba— es que, además de aplaudirte, te paguen». Y me viene esto ahora a la memoria porque, hace apenas un instante, escuché discutir a otros dos amigos, que no lograban ponerse de acuerdo, si son la misma cosa la melancolía y la nostalgia...
A mí, personalmente, la melancolía me parece una clase de nostalgia muy especial, un poco azucarada, que a veces incluso puede llegar a servir de refugio en los momentos en los que más cuesta seguir caminando. Pero a estas alturas, ya ven ustedes, uno prefiere hablar, más bien, de saudade. Esa saudade que es un sentimiento casi indefinible, fuertemente arraigado en el alma gallega, que cada cual puede ver de una manera diferente, pero que en mi opinión particular es, sobre todo, la añoranza de lo que tal vez ni siquiera llegó a existir jamás.
(Podríamos decir, por tanto, que la saudade es, casi, poesía. Una poesía sin palabras que florece en el alma, sobre todo cuando determinadas fechas se van acercando).
François Villon, que en realidad se llamaba François de Montcorbier, y que además de brillar en la poesía europea del siglo XV asaltaba caminos de vez en cuando, se preguntaba dónde habrán ido a parar las nieves de antaño. Desapareció en 1463, y de él nunca más se ha sabido nada.