Cuando se cierra para siempre un café, como ahora sucede en Ferrol con el Tupinamba -mágico nombre cuya procedencia desconozco, pero del que me gusta imaginar que algo o mucho tiene que ver con el tupinambá de los brasileños, término que por lo visto remite a lo más antiguo de todo, a lo primigenio-, muere una parte de la ciudad. Y esto, aunque lo parezca, no es una frase hecha, sino la constatación de una evidencia. Porque cuando un café desaparece, con él desaparece también el escenario de los recuerdos de mucha gente. Ferrol, y especialmente el barrio de A Magdalena, es un lugar -como ustedes bien saben, y como ya hemos comentado en alguna ocasión anteriormente- en el que abundan los cafés muy bellos. Y como están en la mente de todos, que cada uno elija los que prefiera. Pero lo triste es que algunos de esos cafés ya solo son memoria y niebla. Supongo que será ley de vida, quién puede luchar contra eso. Pero si alguien escribiese la historia de los grandes cafés ferrolanos (grandes no necesariamente en lo que atañe al sistema métrico decimal, ustedes ya me entienden), creo que sería sorprendente ver, sin ir más lejos, hasta qué punto han atraído la presencia de extraordinarios escritores, actores, músicos y, por supuesto, un número casi infinito de conversadores excelentes. Por los cafés de Ferrol, en algunos casos día tras día y en otros ocasionalmente, han pasado desde Wenceslao Fernández Flórez hasta Nuria Espert; desde Charo López hasta Paco Rabal, Ana María Matute, Carlos Casares, Saramago, Gamoneda, Antonio Tabucchi, Pepe Hierro y Federico Luppi. En fin, perdonen la melancolía. Eran, así a vuelapluma, solo algunos ejemplos.